Un clásico La película de 1975 es lanzada en blu ray por Christian Ramírez Diario El Mercurio, Cuerpo Artes & Letras, domingo 5 de junio de 2011http://diario.elmercurio.com/2011/06/05/artes_y_letras/artes_y_letras/noticias/819F7FDC-6DA4-4C94-8AD8-5461B684EC8E.htm?id={819F7FDC-6DA4-4C94-8AD8-5461B684EC8E} La obra maestra del director de "2001" regresa en una versión restaurada que no sólo realza su imagen sino la inmensa tragedia que la cinta contiene en su interior. No debería ser un misterio: las películas que conmueven con mayor facilidad suelen ser las que tienden sus brazos al espectador, las que lo acogen, aunque esa ilusión se desvanezca una vez acabada la función. Al contrario, las que imponen distancia -por más bellas que sean- tienen que vencer su propia barrera de frialdad antes de aspirar a esa clase de intimidad. Algunas, como la insuperable Gertrud, de C.T. Dreyer, nunca lo logran y permanecen eternas pero inalcanzables; sin embargo, hay otras que consiguen, al menos por un breve momento, su instante bajo el sol. Y brillan eclipsándolo todo. Eso es lo que ocurre estos días con Barry Lyndon, el ángel caído en la filmografía de Stanley Kubrick, la cinta cuyo fracaso en 1975 paró en seco el que hasta entonces había sido un recorrido triunfal: Espartaco (1960), Lolita (1962), Dr. Insólito (1964), 2001 (1968), La naranja mecánica (1972). Cada uno un éxito, un filme extraordinario, un evento en sí mismo. Pero, ¿y Lyndon? En general, hay consenso crítico respecto de que se trata del trabajo más hermoso de su autor, el más perfecto, intenso y personal de su carrera, pero el gran público siempre la ha dejado emparedada entre los horrores desatados por La naranja mecánica y El resplandor (1980), tanto así que los propios herederos del realizador la pasaron por alto en 2007, cuando editaron los magníficos blu ray de la Stanley Kubrick Collection. Esta semana el error fue reparado y por primera vez en 35 años la tragedia del iluso Barry puede verse en todo su esplendor, dejando claro hasta qué punto los cineastas asimilaron el estilo y los modos de fines del siglo XVIII (ver recuadro). Basada en la novela de William Thackeray, el filme intenta nada menos que el retrato de una vida al completo, la del irlandés Redmond Barry: huérfano de padre, joven apasionado, adolescente en fuga, soldado británico en la Guerra de los Siete Años, espía para el reino de Prusia, tahúr a nivel continental, marido de una joven y rica viuda, amoroso padre, fracasado aspirante a noble, arruinado ex terrateniente y, por último, sujeto olvidado por la noche de los tiempos. En la novela ese recorrido va cruzado por una deliberada intención picaresca, pero desde el comienzo mismo -al ritmo de la solemne Sarabande de la Suite en Re menor de Haendel- Kubrick apuesta por el pathos trágico, por la persistente sensación de que tarde o temprano hasta el impulso vital más fuerte es doblegado por el paso del tiempo, del dolor y de la muerte. Como si en vez de canalizar las pasiones del alegre Thackeray, el director de Ojos bien cerrados estuviese invocando al fantasma del enorme Goethe. Nada menos. De hecho, hay algo de fáustico en el intento de recrear de golpe un mundo en el umbral mismo del romanticismo, dar una mirada a la Europa del Antiguo Régimen en donde todos los sueños del "hacerse por sí mismo", de crearse un nuevo yo, partían condenados desde el inicio. Tal sentimiento debe haber sido muy intenso en un Kubrick que sin escuelas ni estudios de por medio se inventó primero como fotógrafo, luego como cineasta y después como artista de excepción. Tal como le ocurre a Chaplin en Candilejas -cuando el comediante más grande del siglo se atreve a observar cómo habría sido su vida si no hubiera estado animada por el impulso del genio- Barry Lyndon funciona como el vivo testimonio de un sujeto devorado por sus propias pasiones: la imagen de un Kubrick sin control, refugiado al interior de su propia paranoia. Parte de esa tentación por contemplar directo hacia el abismo databa desde fines de los 60, cuando el realizador preparaba sin descanso su biografía de Napoleón, un proyecto soñado que cayó víctima de su propio gigantismo; pero algo de esa sed por aspirar al absoluto se cuela por las rendijas de cada plano perfecto del filme. Detrás de cada composición pictórica se respira una increíble tensión, una tormenta disfrazada de brisa que se acumula sin conseguir resolverse sino al final, con una violencia y un poder de destrucción que ya se hubieran querido el torcido Alex y sus droogs . Pocas cosas más dolorosas que la última media hora de Barry Lyndon. Tal vez porque aunque el espectador lo intuya desde el comienzo, el desplome de un ser humano -sea bueno o malo, bello o feo, rico o pobre, como bien reza el epílogo de la cinta- se refleja inevitablemente en el recorrido de cada todos y cada uno, sea como fábula o cuento, pero también como advertencia de que todos somos iguales en la hora final. Barry según Stanley "Al comienzo de su historia, Barry está rodeado de mucha gente a la cual expresar sus sentimientos. A medida que avanza y sobre todo después de su boda, se aísla cada vez más. Al final no hay nadie que lo quiera o con quien pueda hablar con libertad, con la posible excepción de su hijo, que es demasiado joven para ayudarlo. Los sentimientos de Barry se van exponiendo en la película a medida que reacciona ante las circunstancias cada vez más difíciles de su vida. Creo que lo mismo ocurre con los demás personajes en esta novela "sin un héroe", como la definió Thackeray, su propio autor. El joven Redmond Barry es ingenuo y carece de educación. Sus motivaciones se reducen a una ambición implacable de riqueza y de buena posición social, pero demuestra tener una desafortunada combinación de cualidades para conseguir mantenerlas. Sin embargo, a pesar de su vanidad, falta de sensibilidad y debilidad de carácter, es imposible no quererlo. Los sentimientos que suscita este personaje son muy contradictorios". -Stanley Kubrick en entrevista con Michel Ciment (1976). A la luz de las velas Desde el punto de vista técnico, Barry Lyndon marca un antes y después en la historia de la fotografía para el cine. Es cierto que para el 75 muchos filmes se habían rodado con luz natural y lo mismo puede decirse del registro de la noche y la penumbra captadas en blanco y negro, pero el desafío que Kubrick le impuso al iluminador John Alcott era extremo: rodar los interiores nocturnos a la luz de las velas, sin la menor intervención de electricidad. Mirando la versión restaurada se comprueba de cerca cuán extraordinario fue el resultado: si a la luz del día Lyndon se ve tan gloriosa como los mejores cuadros de Boucher y Fragonard, en plena noche el mundo imaginado por Kubrick - que recurrió a lentes desarrollados expresamente para la NASA- brilla con un resplandor dorado digno de las obras maestras de Latour que habría sido imposible de falsear recurriendo a los focos y las ampolletas.
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