por Roberto Merino Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 5 de junio de 2011http://diario.elmercurio.com/2011/06/05/al_revista_de_libros/revista_de_libros/noticias/55852018-9569-450E-A614-AF6240780C42.htm?id={55852018-9569-450E-A614-AF6240780C42} Con los años he escuchado muchas falacias en relación a la lectura, y es posible que yo mismo haya incurrido en unas cuantas. El hecho es que entre todas las funciones que tendría la actividad o el hábito de leer -entretenerse, aprender, sacarle lustre al ingenio, "crecer interiormente", ahondar en la comprensión del mundo-, no hay ninguna que uno pueda esgrimir como preponderante. Me da la impresión, en este sentido, de que en los colegios se hace hoy leer a los niños para que incorporen a la mollera ciertos conceptos políticamente correctos, desde la tolerancia hasta el cuidado del medio ambiente, como antes sucedía con las lecturas edificantes victorianas y cristianas. Además no sabemos por qué lee la gente que no conocemos. Que una persona lea mucho, demasiado, excesivamente, no es de por sí un argumento para afianzar nuestra admiración por ella. Supe alguna vez el caso de un hombre mentalmente perturbado que no podía dejar de leer y de olvidar a la vez lo que le entraba por los ojos. Me dicen que Wittgenstein no era un erudito en términos generales. No tengo tiempo ahora para comprobar la afirmación, pero sé que Juan Luis Martínez -que poseía una gran biblioteca- no consideraba necesario leer los libros enteros: más bien buscaba cosas específicas en ellos y a veces las encontraba al azar. Cosas que estaban prefiguradas en su mente. Por otro lado, prefería leer lo que se teorizaba sobre las novelas antes que las novelas mismas. Borges decía: leo para pasar a otra cosa. Quizás la más noble de las utilidades de la lectura sea la de hacer compañía y creo entender que uno descubre esta posibilidad en la edad de las primeras soledades, es decir, en torno a los doce años. Claro, un niño de doce años no dice todo lo que piensa, se refugia muchas veces en un limbo de pensamientos amargos. Y encuentra entre las páginas de los libros una permanente conversación silenciosa. Pienso esto tras hojear un par de volúmenes de Confesiones imperdonables , de Daniel de la Vega, que compré hace unos días en un puesto de libros usados. Las crónicas de De la Vega fueron para mí una entrada mágica en mundos que, a pesar de superponerse en mi propia ciudad, eran totalmente desconocidos. El viejo cronista, nostálgico y atemperado como él solo, me acompañó como un amigo fantasmal en el difícil trance de la edad del pavo. Hoy constato que sus textos no han perdido ni un ápice de su valor. Son crónicas narrativas, de extrema amenidad, en las que se descarta todo lo que se pueda el adorno adjetivado, y que por lo tanto corren rápido, como la voz de un conversador aventajado. Todo lo que De la Vega toca -en este libro, no en todos los suyos- se constituye con el espesor de lo real: las horas del día, la lluvia, la mesa de una fiesta modesta con sus sardinas y sus cervezas, las calles secundarias de una bohemia muy pasada de moda. Recuperar el libro de De la Vega -prestado alguna vez, nunca devuelto- ha sido lo mismo que acceder a un objeto prodigioso, una especie de espejo de papel de doble fondo.
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