Diario La Segunda, Viernes 20 de Mayo de 2011http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/05/20/sir-winston.asp Llego al aeropuerto de Niza y me trasladan en una camioneta al helipuerto, a cerca de un kilómetro de distancia, al costado de la pista de aterrizaje. Los aviones de París, de Londres, de diversas ciudades alemanas, de Italia, toman tierra en la pista vecina a cada instante. Nosotros, los chilenos, tenemos que hacer un esfuerzo —esfuerzo renovado—, para mantener el sentido de las proporciones. El aeropuerto de Niza tiene más movimiento que el nuestro de Pudahuel. Sin contar con que tiene un helipuerto. Se escucha un ruido lejano, de repente, y un vecino del viaje en camioneta muestras unos nubarrones negros. Lo que ocurre es que cruza y se desprende de las nubes acumuladas un insecto metálico. Baja, avanza a poca altura, y se detiene encima de un círculo amarillo. Se abre la puerta y aparecen dos personas con aspecto de ejecutivos de banco; les entregan sus maletines y parten a la carrera. Estamos en una región de intenso turismo, pero también de empresas multinacionales, de negocios inmobiliarios, de bancos extraterritoriales. Tengo la sensación de haber asistido a un episodio de película de acción, a un thriller de Hollywood. ¿De dónde venían esos apresurados personajes, a dónde se dirigían? A pocos kilómetros de distancia se desarrolla el Festival de cine de Cannes. Cuando llega el helicóptero de línea, el de Heli Air Monaco, me subo con algo de dificultad, complicado por el maletín donde llevo páginas literarias que ni siquiera he alcanzado a mirar, mientras el otro y joven pasajero da un salto y se instala en el asiento de al lado del piloto. La diferencia muscular me deja un poco pensativo, pero el aparato mecánico no me da mucho tiempo para pensar. Sube en forma instantánea, da un fuerte giro a la izquierda y avanza por encima del mar, de los barcos, frente a los acantilados y los rascacielos, a una playa estrecha, de arena blanca, extendida a los pies de un hotel de lujo, al costado de una poza acribillada de mástiles de yates. ¿Qué hacía usted por ahí?, me podrían preguntar. Estaba citado en París a un seminario interesante sobre diplomacia y literatura, pero ocurre que también soy embajador en el Principado de Mónaco y me fijaron una fecha para presentar credenciales. No pretendo ni creo que deba hacer crónicas diplomáticas, pero nada me impide hablar del paisaje, del aire, del bar del famoso Hotel de París y de la puerta del Casino de Montecarlo. Porque me instalo en el Hotel de París, cuya interesante historia comienzo a conocer, y compruebo que la entrada principal de la célebre sala de juegos se encuentra a veinte metros de distancia y está llena día y noche de mirones, de gente que espera la salida de algún personaje célebre. Entro al bar del hotel, invitado por el amigo de una amiga, al lado de una tarima donde una orquesta de cinco o seis músicos interpreta melodías de jazz de Miles Davis. En ese domingo de mayo en la tarde, dominado por las noticias de la detención de Dominique Strauss-Kahn en Nueva York, el Bar de París está lleno de personajes heterogéneos: ancianos vestidos de colorinches deportivos, de aspecto entre burlón y extravagante, caballeros que parecen habitantes de las terrazas del Club de Golf Los Leones, señoras enjoyadas que se codean con señoras más jóvenes y bastante desvestidas. Entran millonarios árabes y salen funcionarios franceses, cónsules ingleses, petimetres italianos. La historia del lugar está plasmada en las fotografías de las paredes. En un banco del jardín de frente al hotel, cortado ahora por las graderías transitorias del Grand Prix de automovilismo, conversan Fernandel y Marcel Pagnol, héroes del cine francés de la década del treinta y del cuarenta. Mistinguette se hace retratar al pie de unas escaleras (¿se acuerdan ustedes de ella), y Arletty (¿se acuerdan?), de pie, contra un suelo de baldosas blancas y negras. Carlos Chaplin, joven, elegante, medio rubio, a pesar de su imagen del cine mudo, sale rodeado de gente, de mujeres, de fotógrafos. Uno se imagina el tumulto, la fama recién conquistada. Hay una fotografía clásica de Edith Piaf, la incomparable, y un retrato de Marcelo Mastroianni en la flor de la edad y rodeado de amigos. Alguien me cuenta, entonces, historias de Sir Winston Churchill en ese mismo sitio. Parece que Churchill conocía el lugar desde antes de la Segunda Guerra y lo frecuentó mucho en sus años finales y crepusculares. Es el relato de una decadencia llena de glorias pasadas. Es evidente, a juzgar por todo lo que hizo en su vida, que Sir Winston no era alcohólico. Era, sin embargo, lo que se podría llamar un bebedor fuerte, y los antiguos parroquianos del Bar de París aseguran que despachaba una botella entera del mejor coñac francés en una noche. Si tenemos en cuenta que fumaba un cigarro habano detrás de otro, llegamos a la conclusión de que era una extraña fuerza de la naturaleza. Leí una vez, en una exposición universitaria, una carta suya escrita después de una larga noche de bombardeo en Londres en 1941. Esa carta de Churchill era tan dramática como un dibujo de Henry Moore sobre el mismo tema. Pero Churchill, con humor británico, agregaba antes de la firma, como resumen de toda la situación: We had a jolly good time (Lo pasamos estupendamente bien). Parece que sus noches de Mónaco no eran equivalentes a un bombardeo, pero andaban muy cerca de una borrasca en alta mar. Me contaron que solían sacarlo en andas por una puerta estrecha, discreta, colocada detrás del bar, y que así lo subían hasta su dormitorio. El episodio, claro está, no me consta. Puede ser producto de las habladurías que circulan por estos mundos. Al final de un día y medio de trabajo almorcé con otros embajadores extranjeros y con gente del oficio en una sala del último piso que lleva el nombre, justamente, de Winston Churchill y un busto suyo en bronce. Había un mar abierto, maravilloso, un cielo sin nubes, y en la distancia se divisaba un promontorio de tierra francesa: más allá, con perfiles más inciertos, un pedazo de costa de Italia. Tuve que subir de nuevo, con mi maletín intocado, al helicóptero, y confieso que lo hice con algo de tristeza. Ahora viajaba en el asiento de al lado del piloto una francesa rubia y tostada. ¿A dónde viaja usted?, me atreví a preguntarle. A Lille, contestó ella. ¡Qué lástima!, dije, yo voy a París. Ella se rió de buena gana. Había viajado un par de días, por darse un lujo, y para bañarse en el mar. El lujo de ella había sido seguramente mejor que el mío. En cualquier caso, el ánimo de la gente, con el sol, con el mar, con la espuma en los roqueríos, estaba bueno. ---- Algunas frases de Sir Winston Churchill: Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema. Si el presente trata de juzgar el pasado, perderá el futuro. Una buena conversación debe agotar el tema, no a los interlocutores. Un optimista ve una oportunidad en toda calamidad, un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad. Las actitudes son más importantes que las aptitudes. + una anécdota: Lady Astor and Winston Churchill met at a social function. (They had a history, it seems, of not getting along very well.) Lady Astor went up to him and said, "Sir Winston, if you were my husband, I'd poison your coffee." To which he replied, "Madam, if you were my wife, I'd drink it."
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