Ambiciones peligrosas por Jorge Edwards


Diario La Segunda, Viernes 06 de Mayo de 2011
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/05/06/ambiciones-peligrosas.asp


No creo que la locura humana tenga límites. No creo que se pueda concebir una sociedad perfecta, sin violencia, sin excesos, sin criminalidad. Podemos tratar de acercarnos a esa utopía, pero las buenas intenciones suelen producir resultados desastrosos. ¿Quiere decir esto que podemos confiar en las malas intenciones? Sería una conclusión absurda. Lo único sensato es andar despacio, desconfiar mucho, revisarlo todo. En otras palabras, el libre examen, la plena libertad intelectual. Un lector cree que mi defensa en una crónica reciente de la prudencia, virtud por lo general menospreciada, es una defensa de la debilidad, de la traición. Y yo decía que es, por desgracia para nosotros, una virtud que miramos en menos. El lector en cuestión, sin darse cuenta, confirmó precisamente mi argumento. Habló de una virtud despreciada, a mi juicio por error, manifestando él un ostentoso desprecio por ella. ¿Qué hacerle, cómo salir de este enredo, cómo encontrar una pizca de racionalidad en nuestro enrevesado universo?
Las imágenes de septiembre de 2001, las de los aviones avanzando entre los rascacielos de Nueva York y estrellándose contra las Torres Gemelas, todavía surgen en mi memoria de cuando en cuando. Perdí amistades con personas que tendían a celebrar este suceso siniestro; con mujeres que decían que Osama bin Laden, el asesino en serie, era “tan buenmozo”. Ahora me imagino la operación de búsqueda y captura, preparada con tanto cuidado y eficiencia, y las consecuencias, las conclusiones que podemos deducir. Pakistán, curioso aliado de los Estados Unidos, en buena parte financiado por ellos, no tenía a Bin Laden en los vecindarios montañosos de Afganistán. El jefe, con su expresión de pachorra fría, con su calma homicida, con su aureola de inocentes asesinados, vivía en una fortaleza de lujo, a ochenta kilómetros de Islamabad, en un barrio de ricos y de militares de alta graduación. ¿Podía vivir de esa manera sin protección desde las alturas, por lo menos desde ciertas alturas? Estoy obligado a la discreción y dejo la respuesta a los avisados lectores, a los amables e hipócritas lectores, como diría el poeta Charles Baudelaire.
Hay dos hechos posteriores importantes, que todos han observado. No se han publicado hasta ahora fotografías de los restos del personaje y su cadáver fue arrojado al mar desde un portaaviones de EE.UU. No había que contribuir a la construcción de un mito, de la imagen de un mártir, y no convenía que existiera un santuario palpable, tangible. Algunos se hacen la pregunta siguiente: ¿el mundo es más seguro ahora que antes de estos hechos? Una señora que vive en la ciudad balneario de Deauville, donde tendrá lugar dentro de poco una sesión del G8, de las cabezas de los ocho países más ricos del mundo, me cuenta que fue visitada por fuerzas especiales de seguridad y que tuvo que sacar una contraseña especial para poder circular por el pueblo de toda su vida, para ir a la peluquería o al mercado, para todas esas cosas. Es decir, está obligada a circular por su barrio dando pruebas concretas de que no tiene intenciones de asesinar a los altos personajes que se van a reunir a pocas cuadras de su casa. La seguridad es necesaria, desde luego, pero la pérdida de la calidad de vida, de la calma, de la libertad de movimientos, es sórdida, triste. Los Estados Unidos no podían renunciar a perseguir a su principal y más peligroso enemigo. Creo que Barack Obama, al renunciar a llevar una guerra global contra el terrorismo, como hizo su antecesor, y al seguir las huellas, con todos sus medios tecnológicos, económicos, humanos, del terrorista principal, no se equivocó. Las primeras reacciones internas revelan una poderosa recuperación del orgullo nacional norteamericano. No es poco para ellos, y me atrevo a sostener también que no es poco para el mundo contemporáneo. Es una forma de justicia general que nos concierne a todos. Además, es una manera inequívoca de indicar que no se perseguía a una raza o a una religión determinada sino a un sujeto increíblemente peligroso, y esto incluso para su propia gente.
Me pregunto ahora de dónde brotó ese abismante peligro para las sociedades modernas, las de Occidente y las de Oriente, dónde se encuentran los gérmenes reales, últimos. Osama bin Laden era hijo de un padre multimillonario que practicaba la poligamia y tenía más de treinta hijos. Le tocó recibir una herencia importante, pero en definitiva mediocre: alrededor de treinta millones de dólares. Bastaba para ser un play boy entre tantos otros, para tener un par de automóviles de lujo, dos o tres caballos de carrera, un yate modesto. No es un destino tan glorioso como se puede imaginar mucha gente. Diría que es un destino mediocre, un tema para revistas de moda, una situación capaz de culminar en el más mortal aburrimiento. Bin Laden, joven ambicioso, de perturbaciones mentales entre militares y religiosas, inteligente y a la vez obcecado, limitado, ciego, emprendió el camino terrible, sanguinario, que conocemos. Cultivó el enigma, el misterio, y consiguió adhesiones de gente igualmente perturbada. No es un asunto del Islam. El Islam es otra cosa: es una religión seria, por muy diferente de la nuestra que sea, y una cultura. Bin Laden, en su ambición, en su desmesura, en su disparate, practicó una caricatura de religión. A mí me recordaba de repente películas que se exhibían en mi infancia, historias de santones criminales, fanáticos, torturadores, como Gunga Din.
Adiós, entonces, Osama bin Laden. Quizá, después de su final, como dicen algunos, el mundo en que vivimos sea menos seguro, por un rato o por un período más bien largo, pero es más despejado, menos contaminado, de horizontes que tienden a volverse un punto más amables. Al fin y al cabo, la historia avanza con lentitud, con toda clase de contradicciones, pero no es necesario que retroceda siempre, que la curva siempre vaya para abajo.

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