Las puertas de Hipona

por Rafael Gumucio
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 3 de abril de 2011
 
Siglo místico después de todo, este que ha hecho de su ateísmo un
lema. Desde el amor loco de los surrealistas hasta la desesperación de
los existencialistas, todo en el siglo XX terminó en una oración o en
una blasfemia.
 
 
Campos de concentración, gulag, guerras civiles y mundiales a granel,
crisis moral y moral en crisis, el siglo XX no puede acumular más
pecados y crímenes. Libro negro de la psiquiatría o del comunismo,
centrales nucleares contaminando Japón, el mismo Japón, que la bomba
atómica marcó a fuego para siempre. Nos sentimos, en marzo de 2011,
casi curados de una fiebre, de un extravío que podría habernos
destruido del todo.
 
¿Pero en qué consistía de verdad esa fiebre? ¿Cuál fue el legado del
siglo XX? Para el filósofo francés Alain Badiou, el siglo XX fue el
siglo de lo real. El que se abrazó con pasión a esa idea, la realidad,
la verdad aquí y ahora. Fue el siglo del materialismo dialéctico
primero, de la dialéctica materialista después; del comunismo
inevitable primero, del capitalismo imperioso después. El siglo de la
ingeniería social primero, el de la ingeniería genética hoy. Un siglo
que quiso cambiar no sólo las condiciones de vida de los hombres sino
al hombre mismo.
Una idea terriblemente cristiana esa de cambiar al hombre, nacida
justamente de los sueños de algunos ateos completamente convencidos:
Marx, Freud, Nietzsche y Lenin, todos ellos redentores y confesores de
una humanidad, que se sintieron cada cual a su manera llamados a
volver a bautizar con fuego.
 
Leo con pasión las novecientas páginas de El ruido eterno , de Alex
Ross, el crítico musical del New Yorker, un recorrido alucinado por la
música seria del siglo XX (lastrado en castellano por una traducción
torpe). Una historia de las pasiones y extravíos del siglo a través de
las pasiones y extravíos de sus compositores. La conversión de
Stravinsky al cristianismo ortodoxo, el retorno de Schönberg al
judaísmo, la obra entera de Messiaen, el "Réquiem" de Britten, los
"Lamentos del profeta Jeremías" de Ernst Krenek, el "Evangelio según
San Lucas" de Penderecki y más cerca la obra casi entera de Prät,
Taverner o Górecki. El propio Ross se impresiona en un momento del
libro de la cantidad de misas, cantatas bíblicas y hasta óperas
religiosas que produjo el siglo de las vanguardias. Una cantidad
inesperada de música sacra que contrasta vistosamente con la escasez
de la misma en el siglo XIX: un réquiem de Verdi, otro de Brahms, una
misa de Beethoven y otras más de Bruckner.
 
En un arte tan contemporáneo como el cine también vemos esta extraña
alianza entre fe y audacia, el conservadurismo religioso más
puntilloso y el ataque más virulento a todas las convenciones.
Tarkovsky o Bresson, Dreyer o Rohmer, Rossellini o hasta Lars von
Triers. Como si la rigidez del dogma le permitiera justamente la
libertad de las formas, como si creer en algo les permitiera -como
dijo Chesterton- dejar de creer en tantas otras cosas, el espectáculo,
el inversionista, la rigidez del guión.
 
Siglo místico después de todo, este que ha hecho de su ateísmo un
lema. Son el escepticismo volteriano, el amor al hombre natural de
Rousseau, los que pasaron terriblemente de moda al ritmo de los obuses
y el gas mostaza. Desde el amor loco de los surrealistas hasta la
desesperación de los existencialistas, todo en el siglo XX terminó en
una oración o en una blasfemia. Blasfemias que son oraciones en el
fondo. Oraciones que esconden en su centro la peor blasfemia. Buñuel
que se declaraba ateo gracias a Dios. Kafka que quiso creer y no pudo,
Joyce escribió sólo para vengarse de los jesuitas que lo educaron. Y
Mauriac, y Chesterton, y Lezama Lima, y Bashevis Singer, y Graham
Green, y T.S. Eliot, cristianos, o judíos convencidos de que no son
más conservadores, más tímidos que sus colegas incrédulos. Que no son
tampoco menos desesperados que ellos, porque la religión, minoritaria
y complicada en los países donde crea escritores, ni siquiera ya es
una forma de normalidad.
 
El siglo XX es así cualquier cosa menos la continuación del siglo XIX.
Toda la fe en el hombre, toda la confianza en la ciencia de éste se
convirtió en el siglo que lo siguió en una vuelta alucinada al libro
de Job. Nueva York, París o Londres son la Hipona de San Agustín que
se llena de romanos expulsados de Roma por los bárbaros. Es su
desesperado intento de convencerlos de que no es el cristianismo el
que destruyó Roma sino lo contrario. Siglos de búsqueda desenfrenada
de un orden de mundo en qué asirse. Y filósofos que hablan en otro
latín que la gente (como ahora hablan en francés u alemán) y
emperadores que invocan a Dios demasiadas veces para ser creíbles.
Época lejana (siglo IV d.C.) de la que tenemos tantos restos y
testimonios pero que nos resistimos a entender del todo, como nos
resistimos a entender quizás el siglo XX, tan próximo y tan lejano
como esos últimos siglos del imperio romano.
 
Épocas temibles, frías; siglos que llamamos bárbaros pero que quizás
fueron víctimas de exceso de civilización. Imperios gigantes que de
pronto en su frontera dejan pasar a un enemigo que no es más que otra
cara de sí mismos.

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