Crítica de la crítica por Jorge Edwards


Diario La Segunda, Viernes 25 de Febrero de 2011http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/02/25/critica-de-la-critica.asp
 
Hay que cruzar la Sierra en automóvil, con nieve que llega hasta la
orilla misma del camino, y entrar a un Valladolid lluvioso, ya oscuro,
tres o cuatro grados más frío que París. Es una ciudad intrincada,
llena de curvas, pasadizos, callejones. Se pierde el norte, el rumbo,
después de caminar dos calles. Antes había un palacio cada treinta
metros, me dicen, pero ahora los han demolido y reemplazado por
edificios modernos. No sé si estoy de acuerdo. Me encuentro con
edificios palaciegos en cada curva, con imponentes fachadas, y camino
al cabo de un rato debajo de las arquerías del Teatro Calderón de la
Barca. Hace un par de años me dieron el premio de letras de la
Fundación Gabarrón y tuve que subir al escenario de ese mismo teatro y
decir algunas palabras de agradecimiento.
 
Ahora, el centro de alumnos de la universidad decidió invitarme a la
inauguración de un coloquio sobre el Bicentenario. No está mal que los
jóvenes —filósofos, sociólogos, historiadores de las dos orillas, de
la Península y de América— acudan a la memoria y la posible
experiencia de sus mayores. Me siento comprometido y trabajo más de lo
habitual, a pesar de que las tareas de una embajada grande (y no he
dicho, a propósito, porque todavía no puedo decirlo, gran embajada) no
son livianas.
Me toca hablar en un paraninfo moderno, pero no lejos de patios y
escalinatas del siglo XV. Valladolid, si quieren saberlo ustedes, fue
fundada muy poco después de Salamanca, la más antigua de las
universidades españolas. Entro por una puerta estrecha, en un segundo
piso, con sumo cuidado de no golpearme la cabeza en el umbral de
piedra, subo por una escalinata gastada por los siglos, y me encuentro
con una vasta y deslumbrante biblioteca, con vitrinas de cristal y de
caoba, con altas estanterías, con balconcillos labrados y escaleras
delicadas. Una señora en delantal, que se conoce todo al dedillo, saca
manuscritos iluminados, primeros textos en lengua vernácula,
maravillosos incunables. No es que la biblioteca contenga joyas
bibliográficas, como suele decirse. Todo lo que alcanza la vista en
esa biblioteca escondida y poderosa, protegida del mundo, son joyas
del arte de escribir y de conservar la palabra escrita. Un pergamino
profusamente ilustrado corresponde al acta de fundación de la
institución. La primera letra, en oro, azules profundos, rojos, está
repleta de adornos florales, de ramas, de ángeles niños, de pájaros, y
en la parte central se divisan las figuras arcaicas de los fundadores:
aunque podría equivocarme, me parece distinguir en su trono a Isabel
la Católica, y a un lado, de rodillas, presentándole los documentos
fundacionales, al Cardenal Mendoza.
 
Hablo en mi charla de una generación latinoamericana, que ejerció la
crítica con ferocidad, sin contemplaciones, sin salvar a nadie. Los
inspiradores eran gente como Carlos Marx, Jean-Paul Sartre, Federico
Nietzsche. Crítica de la sociedad y crítica del canon estético. En
poesía, Vicente Huidobro, el Pablo Neruda de Residencia en la tierra,
el César Vallejo de Trilce y de Poemas humanos, el T. S. Eliot de La
tierra baldía y Miércoles de ceniza. En resumidas cuentas, una
generación de la demolición social y estética. Se produjo en esos años
una sintonía revolucionaria sorprendente. Los nuevos escritores,
ensayistas, filósofos, en toda América Latina, sin habernos puesto de
acuerdo, mirando todos hacia Francia, Inglaterra, Alemania, Estados
Unidos, leíamos las mismas cosas y llegábamos a conclusiones
parecidas. Cuando apareció la revolución de los guerrilleros cubanos
en el horizonte, sentimos que todos habíamos sido interpretados.
Nuestras fiestas habaneras se llenaban de soplones, de agentes de
alguna institución oscura. Mientras, Carlos Puebla cantaba y se
maltrataba los dedos en las cuerdas de su guitarra: Al que asome la
cabeza, ¡duro con él!, Fidel, ¡duro con él! A nadie se le ocurría que
esas reuniones llenas de soplones no presagiaban nada muy bueno; que
las cabezas ingenuas, entusiastas, indocumentadas, de las que hablaba
Puebla, eran la nuestras. Pronto iban a empezar a caer, unas detrás de
otras, en la marginación, en el descrédito, en el exilio de adentro de
las fronteras y en el de afuera. Eran años de ilusiones y de
dramáticas decepciones. ¿Había que hacer la crítica, o criticar era
muy fácil, como empezaba a sostener el infatigable, astuto,
omnipresente Comandante en Jefe?
 
El primero que mencionó la necesidad de hacer la crítica de la crítica
fue Octavio Paz, que había publicado grandes poemas y un ensayo
inolvidable, El laberinto de la soledad. Algunos seguimos por ese
camino; otros, con menos entusiasmo, con probables dudas reprimidas,
siguieron repitiendo las consignas trilladas. Lo hacían con rabia, a
menudo con franca grosería, pero con argumentos débiles. Como había
que ser de izquierda, como sólo la izquierda daba legitimidad, seguían
en la izquierda, pero esos fenómenos colectivos, machacados,
majaderos, les quitan punta a las flechas ideológicas. Todavía hay
personas que no se han dado cuenta, o que no se atreven a darse
cuenta. Matta, nuestro pintor, cantaba al son que le tocaban en esos
días, pero de repente salía con otra cosa. En una ocasión me habló de
una persona que pasaba en viaje a La Habana y me dijo, aludiendo a
nuestra educación mutua de colegios de curas: Ese comulga con la
revolución por el desayuno. No sé si ustedes entienden. A buen
entendedor, pocas palabras.
 
Después de mi improvisado discurso canta un coro de espléndida calidad
musical y todo termina con el Gaudeamus, el h

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