El hombre invisible por Leonardo Sanhueza


Diario Las Últimas Noticias
Martes 25 de agosto de 2015

Quizás ha sido el mundo virtual el responsable
de que haya prácticamente desaparecido de nuestro imaginario
una de las fantasías más atractivas de antaño: ser invisible.

En la práctica, buena parte de la existencia humana
ha ingresado en una zona impersonal
en que nadie es quien es, ni se ve como tal,
ni se llama como se llama.

Es, como se suele decir,
un personaje de sí mismo,
un espectro cuya visibilidad no es directa
ni depende del sentido de la vista.

Los miedos 
o deseos asociados a no ser visto 
han quedado dislocados, 
no tienen punto de apoyo en la siquis.

Sea como sea, la figura del hombre invisible
me ha estado rondando en los últimos días.

Todo comenzó la semana pasada,
cuando el sensor de una puerta de apertura automática
me hizo la desconocida y, con toda la ridiculez imaginable,
quedé con la nariz pegada a los vidrios cerrados.

Es cierto que soy muy flaco 
(«más delgado de lo que conviene 
al filo del espíritu», diría Saint-John Perse),
pero otra cosa es ser invisible,
por un instante al menos.

No sé si fue una manifestación
del «niño que uno lleva dentro»,
pero un lento escalofrío me escobilló el espinazo.

Desaparecer sin desaparecer, estar sin estar,
rozar la realidad sin ser parte de ella:
de un solo golpe me volvió 
esa extraña sensación que ya creía olvidada 
entre los cachureos de la memoria infantil.

Como si hubiera sido poco, 
al día siguiente volví a ser invisible.

Mientras esperábamos 
la luz verde del semáforo,
el auto que estaba delante del mío
empezó a retroceder, lenta 
e inexplicablemente hasta que me chocó.

El chofer se bajó y, muy sonriente, me dijo:
«No me lo vas a creer, eres invisible al espejo».

O sea, para seguir con los recuerdos de infancia,
resulta que además soy vampiro.

Cuando chico ser invisible 
me parecía una idea bella pero espantosa,
tan abismante como la noción de infinito.

Como atributo, 
era una anfisbena 
que se mordía la cola, 
pues al mismo tiempo 
que representaba cierta felicidad,
producida por la facultad 
de ver sin ser visto, como también 
por la de poder jugar
con la existencia de los otros
gastándole todo tipo de bromas,
en su revés se trizaba para siempre
la frontera entre un ser humano
y su propio fantasma, 
de modo que el atributo 
se convertía en una condena 
a la soledad perpetua de los monstruos.

Esa condena es justamente el principio
que sustenta El hombre invisible,
la novela de H. G. Wells: 
el miedo que produce en los otros
un ser invisible y el mal que se incuba
en el monstruo por su condición.

Ahora eso ha caducado,
ya que la visibilidad
no representa gran cosa
y la fantasía de ser invisible
ha llegado a ser incluso cómica:
basta ver la película para 
reírse un rato de algo espantoso.

No creo que sea la pérdida de la inocencia
lo que se verifica cuando las representaciones
del miedo se vuelven ridículas.

Más bien se trata 
de la transformación de las certezas, es decir,
de los lugares en que la imaginación tira sus anclas.

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