La soledad como hábito que nos permite ver a los demás...‏

Verano y soledad
por Matías Rivas
Diario La Tercera
Sábado 7 de febrero de 2015

Poco se habla de la soledad, 
pareciera ser un tema tabú. 

Estar y sentirse solo no es una cuestión 
que insinuemos con frecuencia y facilidad. 

Sin duda el silencio en torno a esta emoción, 
las escasas menciones que se hacen 
de esta experiencia individual 
y, a la vez común a todos, 
son un síntoma de lo perdidos que nos encontramos, 
de lo distraídos por el trabajo, por las pasiones urgentes 
y las cientos de responsabilidades que nos amarran 
a una existencia donde la introspección no está considerada. 

Vivimos fuera de nosotros, 
sustraídos de la suerte fatal que nos aguarda, 
en un estado de euforia descriteriada. 

Es común en esta época de vacaciones 
ver cómo las personas habitan el mundo confiados en sus planes, 
como si la muerte tuviera en cuenta los panoramas 
o las ambiciones personales a la hora de dejarse caer. 

Está claro que no se puede andar con el alma en un hilo, 
que hay que fingir que somos inmortales para cruzar una avenida. 

Es el olvido el que nos ayuda a continuar. 

Un olvido que siempre fue más relativo que ahora, 
que vivimos una temporada tan agitada y excitante, 
en la que los juegos no tienen fin, 
en la que la idea de la soledad está sublimada o abolida. 

Es más, pensar en la soledad es de viejos. 
De ahí que los viejos estén tan descuidados. 
Son el futuro que evadimos con desesperación. 

Los viejos son los que con mayor fuerza 
nos muestran con sus cuerpos y palabras 
la futilidad de la codicia y de la vanidad. 

El mensaje que transmiten está fuera del radio de los deseos. 
Son apenas oídos y a cuántos los abandonan sin piedad. 

Es una obligación saber estar solo, poder estar solo, 
ya sea cuando es amable la situación o cuando es dolorosa. 

Es una obligación, en particular, porque la soledad 
es un hábito que nos permite ver a los demás, 
sentir que uno está lejos del más próximo. 

La piel nos separa. 

No hay que olvidar que la compañía, 
la conversación y la comodidad 
se esfuman cuando irrumpe 
la circunstancia humana única y fatal. 

Desconocer 
que aquello que nos distingue 
se termina con nuestra vida, 
con el paso del tiempo, es un error. 

Tampoco podemos soslayar que el control 
es un engaño necesario para detener las neurosis. 

La ciencia enseña que las variables ocultas 
que influyen en la realidad son infinitas, 
tantas, que las podemos llamar “azar”.

La lectura es un acto que se ejecuta en soledad, 
para estar acompañados por lo que trasmiten las palabras. 

Observar un paisaje es otra acción 
en la que percibimos la soledad. 
La visión es intransferible. 

Lo que enfocamos con los ojos y cómo vemos 
son cosas que no se pueden expresar con exactitud. 

Las descripciones, en ese sentido, son pura literatura fantástica. 

Describir es una forma 
de crear con frases sensaciones visuales. 

Pero cada uno tiene diversas interpretaciones 
de las palabras con que está armado el espejo, 
cada uno tiene su mirada de lo narrado. 

Esa situación implica sentir soledad 
al darnos cuenta que somos incapaces 
de ver lo mismo que ven quienes nos acompañan.

La vuelta a clases, 
el fin de la época del ocio del que gozan los jóvenes, 
traía una tarea nefasta que desarmaba mi ánimo cuando niño. 

Me refiero a la composición obligatoria 
sobre lo que habíamos hecho en las vacaciones. 

Recuerdo a mis compañeros 
escribiendo con satisfacción 
sus viajes y odiseas infantiles. 

A mí me daba pánico. 

Intentaba recordar lo que recién 
me había sucedido en mis vacaciones 
y no veía nada nítido. 

La confusión era absoluta. 

En mi cabeza tenía una mezcla 
en la que se cruzaban horizontes verdes 
con el sonido de las paletas en la playa, 
los gritos de mi hermano al meterse al agua 
con los árboles que pasaban al igual que los postes 
mientras viajábamos en auto. 

Jamás escribí esas composiciones con relajo. 

Inventé cada detalle que ponía en ellas. 

Escribirlas cada marzo era un ejercicio de soledad que detestaba. 

Hacer que mis ficciones sustituyeran a mis experiencias 
me dejaba expuesto, afectado, en calidad de mentiroso. 

La timidez y la vergüenza me enseñaron 
a falsificar mis huellas para seducir a los otros.

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