La peste

EDMUNDO PAZ-SOLDÁN, Trench-Coated Man Looking At Man At Work

No es verdad que los clásicos nos dicen algo siempre nuevo, a veces su valor consiste en decirrnos algo que ya sabíamos y necesitábamos recordarlo...‏


Es bueno volver a Albert Camus en tiempos de barbarie, pensé hace un par de días, y me refugié en La peste. No la había leído desde los años universitarios de Buenos Aires, a mediados de los 80, cuando todavía cierta discusión oponía al autor nacido en Argelia con Jean Paul Sartre. No entendía la polémica. Camus, siempre Camus, decidí después de descubrir El hombre rebelde, y me puse a leer toda su obra, comenzando por las novelas y el teatro recopilados en un tomo de cubiertas marrones de Seix Barral que compré en un kiosco. Me leí hasta sus Carnets.
Dicen que es peligroso volver a los amores de la adolescencia. Camus se convirtió, con los años, en alguien muy familiar, el símbolo de una inquebrantable postura ética frente a un mundo absurdo. Para qué entonces volverlo a leer, si ya sabía con qué me iba a encontrar. Quizás por eso mismo, pensé: es mentira que los clásicos siempre nos dicen algo nuevo. A veces su valor consiste en decirnos algo que ya sabemos en un momento en que necesitamos recordarlo.
Lo primero que me llamó la atención en esta lectura de La peste fue lasolemnidad de los personajes de Camus. No están hechas para ellos las conversaciones mundanas de un Simenon. “¿Cree usted en Dios, doctor?”, podría ser una típica pregunta para romper el hielo. Y el hielo se rompe, aunque eso no signifique que los personajes dejen de reflexionar acerca de las grandes cuestiones de la condición humana. A eso acompaña un gran sentido de la composición de lugar, una notable intuición para la descripción de atmósferas: “La misma ciudad, hay que confesarlo, es fea. De aspecto tranquilo, se necesita cierto tiempo para vislumbrar qué es lo que la hace diferente de las ciudades mercantiles de todas partes. ¿Cómo imaginar, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde ni hay ni batir de alas ni temblor de hojas, un lugar neutro ni más ni menos? El paso de las estaciones solo se lee en el cielo”.
La peste asola la ciudad argelina de Orán, y unos cuantos hombres -el doctor Rieux, Tarrou- se empeñan en luchar contra ella. Camus comenzó a escribir la novela durante la Segunda Guerra Mundial, y la publicó en 1947; cuando menciona la plaga, “esa epidemia biológica que ilustra los dilemas del contagio moral” -las palabras son del historiador Tony Judt-, tiene en mente el nazismo, pero su fuerza alegórica permite otras lecturas. Para comenzar, no se trata de una peste que necesariamente proviene de afuera; como dice Tarrou, “cada uno lleva en sí la peste, porque nadie, nadie en el mundo, está indemne. Y hay que vigilarse sin cesar para no ser llevado, en un minuto de distracción, a respirar en la cara de otro y pegarle la infección”. Puede haber una guerra de civilizaciones, pero no es menos peligroso el mal que nos hacemos nosotros mismos cuando dejamos que la peste nos domine: “hay en este tierra plagas y víctimas y… es preciso, dentro de lo posible, resistirse a estar con la plaga”. Se necesita coraje para buscar la santidad moral en un mundo en el que no existe Dios.
Se puede vencer a la peste; de hecho, eso es lo que ocurre en la novela. Pero se trata de un vano consuelo. El doctor Rieux sabe que cualquier triunfo es frágil, pues el microbio de la peste “no muere ni desaparece nunca… puede permanecer adormecido durante años en los muebles y la ropa… y quizás llegue un día en que, para desdicha y enseñanza de los hombres, la peste despierte sus ratas y las envíe a morir a una ciudad alegre”. Ante su reaparición no queda más que volver a la lucha con las armas seculares -curar, en el caso de Rieux-, porque el sufrimiento que trae la peste no permite que nos resignemos a vivir con ella. ¿O sí?

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