Vox populi, vox Dei…

FERNANDO VILLEGAS, bachelet


“Vox populi, vox Dei” decía, dice y dirá hasta el fin de los tiempos el viejo y manoseado proverbio. Con su eclesiástica sonoridad y la generosa dosis de confianza que trae implícita nos asegura que la opinión masiva de la gente es indudablemente correcta porque, como es obvio, ¿qué otra cosa se podría esperar de la de Dios, su correlato? Es muy buena noticia y cada vez que la oímos se fortifica nuestra fe en la democracia. Luego uno se pregunta si esa transferencia de infalibilidad desde el Señor al pueblo soberano se extiende también, como divino cheque en blanco, a las multitudes enardecidas, a la voz  de la calle machacando las mismas consignas, a la mala leche y mala sangre de las redes sociales, los llamamientos feroces de los muros, los decretos de  asambleas “multitudinarias” conformadas y gobernadas por una docena de activistas y si la voz de Dios también sale de los labios de Girardi, de Navarro, de Andrade, de Teillier, de los colegiales en toma depredando y vandalizando sus escuelas, de la de engordados funcionarios de ONG disertando sobre la felicidad, de las caras lindas de la bancada juvenil y de los agentes de los billetes bolivarianos.
Difícil saberlo. Los caminos del Señor son inescrutables. El filósofo alemán Guillermo Hegel solía referirse a  “die list der Geschichte”, las astucias de la Historia. Quería decir que a menudo el progreso es fruto de eventos que a primera vista lo contradicen. Vaya uno a saber: tal vez de un grito llamando a liquidar a los momios y aplastar la civilización se origine un Renacimiento literario, científico y valórico de la grandísima puta.
Derivadas
Aunque todavía falta para averiguar a plenitud cuál pueda ser el “valor de verdad” de dichas voces heterogéneas, hace ya mucho que en calidad de cuota de incorporación comenzamos a experimentar sus resultados. En efecto, si hay algo indudable es precisamente cuánto de lo ya hecho, de lo anunciado por hacerse y no poco del miedo cerval a no hacerlo deriva de la voz del Señor. La aprobación en estos días del AVP -“acuerdo de vida en pareja”- no tiene otro origen que eso, el sentimiento popular, un dramático cambio de actitud y opinión de la ciudadanía hacia el mundo homosexual y no tanto a un cambio de las elites políticas, los cenáculos o las academias. Como otras transformaciones de intenso y largo aliento, vino del trabajo subterráneo de procesos mentales colectivos en proceso de cambio que un día afloraron con  aspiraciones totalmente distintas.
Naturalmente y pese a eso en esta materia no hay pleno consenso. Un pastor evangélico, cierto señor Soto, lo hizo ver ruidosamente en el Congreso enarbolando la ira de Dios y casi también la de sus puños. Y el mundo conservador, mucho más amplio y profundo de lo que se cree porque además de los “momios” incluye a la clase media y a muchos ancianos (esto es, a gente mayor de 35 años) no ve con buenos ojos un eventual matrimonio donde novia y novio sean del mismo sexo ni mira con simpatía el espectáculo de homosexuales tomados de la mano y/o besándose en público. No importa: la opinión de la calle es en esta materia mucho más potente y mucho más decisiva.
Pero no sólo no hay consenso sino apenas una presunta mayoría, no sólo hay refrescante progresismo sino también mucha rabia; se suman en esta copiosa cazuela demasiados rencores y cuentas por cobrar, amén de groseros infantilismos. Es lo que sucede cuando se hace política abriendo las compuertas del resentimiento y prestándoles tanto oído a los clamores del respetable. A veces estos clamores son coherentes; la misma voz de la calle que ha alentado y/o apoyado la discusión del aborto está elevando a la condición de mártir del progresismo a la ex ministra de Salud por haber dicho, se nos insiste, la “pura y santa verdad”. El PPD pretende llevar a la pelea como la Juana de Arco del movimiento. ¿Y cuál es dicha “pura verdad”? Que la gente conservadora lleva a sus hijas a abortar a las “clínicas cuicas”.
Eso puede pasar. Las niñas embarazadas y sus horrorizadas madres  pueden recurrir a toda clase de medios para abortar con los medios económicos que tienen; hay quienes acuden a gasfíteres locales que proceden al aborto con alfileres de gancho, padres que las llevan a clínicas clandestinas ciento por ciento dedicadas a eso y otros toman consejo de médicos y/o enfermeras amigas respecto de qué drogas hacerlas ingerir para provocar un aborto. Y por cierto puede haber casos de intervención médica celebrados -bajo pretexto- en hospitales renombrados. Pero respecto de esto último la frase de la ex ministra iba mucho más allá; insinuaba una situación generalizada, sistemática, masiva, filas de señoras conservadoras haciendo cola para eso en hospitales del barrio alto.
No importa; con dicha desbocada exageración la señora ganó su gloriosa corona de espinas por haber perdido la pega diciendo su “pura y santa verdad”. Así es como hace justicia el vox populi.
Linchamientos
Convengamos que a “la calle” no le interesan los argumentos. ¿A quién le interesan? Los académicos de moda por sus diagnósticos apocalípticos y sus recetas apodícticas sólo envuelven con más tediosa palabrería los mismos impulsos de la masa callejera. A la calle -y a su sucursal en los pasillos de las universidades- lo que le interesa es ejercer su particular variante de justicia, cuya expresión más acabada es el linchamiento. Linchar es masacrar a alguien por lo que es, por lo que piensa, por lo que representa, por lo que se cree que es o representa, por cualquiera razón menos por efecto de un juicio lógico o jurídico. La calle-pasillo-asamblea-convocatoria-tribunal supremo-etc. anhela venganzas y alguien ha de ser el chivo expiatorio de ellas. Dicha propensión, siempre latente, salta a borbotones apenas se ofrece  la más pálida y débil, pero simultáneamente a la mano justificación para hacerlo. Hoy en día el linchamiento real es difícil, pero siempre se puede celebrar uno virtual en las llamadas “redes sociales”. Entendemos que el sacrificado de la semana a dicha sed de sangre electrónica es Martín Larraín, cuyo pecado es haber salido sano y salvo del juicio por su responsabilidad en un mortal atropello. Es verdad que el fallo parece más que discutible, pero también es verdad que el odio volcado contra ese joven es mucho menos por el dictamen de la corte en sí como, seamos francos, por ser hijo de uno de esos momios, uno de esos conservadores, uno de esos reaccionarios y derechistas impenitentes que han llegado a representar, para la masa, la encarnación misma de Lucifer.
La pollera colorá…
Todo esto manifiesta un cuadro de desatada presión sobre las decisiones del gobierno. La calle, aunque aparentemente desocupada hoy día, está en estado de latencia amenazando con irrumpir en cualquier momento si no se la obedece. De hecho en su forma actual, ya madura, de asambleas asociadas a cierto grado de poder institucional y organizacional, esta nueva encarnación de la calle representa una sustantiva capacidad de fuego político. Es capaz de irrumpir con fuerza en cualquier momento y desordenar aun mas el tablero. Desde todo lugar y en todas las formas la calle amenaza con estar “en estado de alerta”. En eso, en la sospecha o certeza de eso, consiste la raíz de las desavenencias internas de la NM, sus confusiones y  desgarros ante la vieja pregunta leninista, “¿Qué Hacer?”. No es sólo cosa de “diferencias doctrinarias”; es también cosa de miedo puro y simple. “La calle”, con todo lo que tiene de mitológica, le pena al gobierno y a sus socios políticos.  La calle fue invocada para ganar y ya no la pueden exorcizar y devolverla a la caja de Pandora. No pudiendo sino hacer equilibrios, lo intentan hablando mucho. Este ha sido el gobierno de las declaraciones surtidas, diarias, desde la Presidenta hacia abajo. Tal vez sea también la razón de fondo por la cual la Mandataria se ha embarcado en tan intensa gira de danzas, incluyendo, en su último número, La pollera colorá. Eso y la cumbia le salen muy bien.

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