Cartagena: tradiciones formidables que no sé si siguen vivas ahora, pero que lo estaban hasta hace poco, como los fotógrafos con escenografías portátiles, o las vendedoras de hallulla con palta y arrollado que circulaban profusamente; y los vendedores de maní confitado y tostado, ni hablar, hacían legión...
Vicente Huidobro escribió, paseó, jardineó en Cartagena.
Allí llegaban sus amigos-discípulos,
especialmente Eduardo Anguita y Braulio Arenas,
quienes tenían una pieza en el lugar;
también Volodia Teitelboim y Godofredo Iommi,
quien en 1981 recordaba que un día coronaron a Huidobro
como «poeta nórdico antisúrdico, y súrdico antinómico».
Otro amigo, el poeta y periodista Mario Ferrero,
recuerda en un artículo publicado en 1965,
la fallida invasión a la casa de Neruda.
«Alguien recordó que éste pasaba sus vacaciones en El Tabo,
y propuso asaltar la casa y secuestrar al poeta.
Huidobro dijo que su hermano, Domingo,
tenía en Llolleo una colección de espadas,
armaduras, escudos y otros trastos.
Se la pidieron prestada,
incluyendo, también,
unos caballos y partieron con
«lanzas, machetes, sables de doble empuñadura,
cimitarras y ballestas del año del Rey Perico».
El calor era tanto que pararon
a tomar una «pílsener».
«Y allí mismo terminó la invasión.
A medianoche
nuestro ejército diezmado
es irreconocible por la tierra,
vencido pero alegre
por efecto de las muchas libaciones,
volvía cantando por la orilla del mar,
dueño y señor de la más desordenada trifulca...».
A propósito de Cartagena,
Pedro Lemebel dice:
«su aglomeración poblacional
chorreando de entusiasmo
el asoleado enero»; ese «circo playero»
que sigue, donde «ríe y compra
y se enguata de cerveza
el bullicioso carnaval plebeyo».
También le gusta a Couve
que vivió allí:
«En Cartagena me hizo muy bien
mirar todo ese gentío en el verano,
porque cuando hay ochenta mil personas
con unos melones tuna de sombrero
pasando por debajo de tu balcón,
no hay gobierno militar ni nada:
hay un mar humano
que no hay cómo dominarlo,
y eso me entusiasmó mucho...».
Extracto del artículo
Cartagena: literatura, elitismo y muchedumbre
por Juan Rodríguez M.
Diario El Mercurio
Cuerpo Cultural Artes y Letras
Domingo 18 de enero de 2015
Especial Decadencia maravillosa
Cartagena: literatura, elitismo y muchedumbre
En el que hace más de un siglo es el balneario de los santiaguinos -burgués primero, popular después- vivieron y murieron Vicente Huidobro y Adolfo Couve. Dos nombres de una larga lista de escritores que han hecho de este el litoral de las letras nacionales. Poli Délano y Antonio Skármeta declaran su amor por esta playa en la primera crónica de una serie sobre balnearios y literatura que iniciamos hoy.
Juan Rodríguez M.
Cartagena: literatura, elitismo y muchedumbre
En el que hace más de un siglo es el balneario de los santiaguinos -burgués primero, popular después- vivieron y murieron Vicente Huidobro y Adolfo Couve. Dos nombres de una larga lista de escritores que han hecho de este el litoral de las letras nacionales. Poli Délano y Antonio Skármeta declaran su amor por esta playa en la primera crónica de una serie sobre balnearios y literatura que iniciamos hoy.
Juan Rodríguez M.
Cartagena es litoral, es literatura. "Ésta es la casa del poeta. Ésta es su colina, la mágica colina marítima. Y éstos son sus viñedos, éstos sus ondeantes trigos, sus árboles, sus huertas, sus hondonadas ricas de sombra y humedad", escribió Jorge Onfray en septiembre de 1946 en Revista Zig-Zag.
El poeta es Vicente Huidobro, "bastón de tallada encina en mano, pistola al cinto". La colina, la que aloja su casa, en Cartagena. Que heredó en 1938 como parte del predio Lo Huidobro, y que hoy alberga el museo que lleva su nombre. Allí se radicó en 1945, cuando volvió de la Segunda Guerra Mundial -con el teléfono de Hitler a cuestas, según él-; allí murió el 2 de enero de 1948, luego de un derrame cerebral que lo atacó -se supone- mientras caminaba desde la estación del tren hasta su casa. (En el cuento "La muerte del poeta", donde el vate se llama Javier Corales, Enrique Lafourcade ficciona ese momento).
En el cortejo fúnebre estaba el crítico Hernán Díaz Arrieta, Alone, quien escribió una crónica sobre "esa ceremonia triste, patética, rara, desolada y tan terriblemente significativa de sus funerales". Rara, entre otras cosas, porque, ya en el cementerio, el ataúd no cabía en el nicho dispuesto. "Miran entonces alrededor y divisan por allá un hueco desocupado", escribe Alone. El lugar era para otro, "no importa", dijo alguien, "ese no piensa morirse". Miden el espacio con una rama, miden el ataúd: "Cabe. / Ahí quedó". Hasta que, conseguidos los permisos, fue trasladado a la cima de la colina donde actualmente se puede visitar su tumba y leer el tantas veces citado epitafio: "Aquí yace el poeta Vicente Huidobro/ Abrid la tumba/ Al fondo de esta tumba se ve el mar".
Huidobro escribió, paseó, jardineó en Cartagena. Allí llegaban sus amigos-discípulos, especialmente Eduardo Anguita y Braulio Arenas, quienes tenían una pieza en el lugar; también Volodia Teitelboim y Godofredo Iommi, quien en 1981 recordaba que un día coronaron a Huidobro como "poeta nórdico anti-súrdico, y súrdico antinómico".
Otro amigo, el poeta y periodista Mario Ferrero, recuerda en un artículo publicado en 1965 la fallida invasión a la casa de Neruda. Alguien recordó que este pasaba sus vacaciones en El Tabo, y propuso asaltar la casa y secuestrar al poeta. Huidobro dijo que su hermano, Domingo, tenía en Lloleo una colección de espadas, armaduras, escudos y otros trastos. La pidieron prestada, también unos caballos, y partieron con "lanzas, machetes, sables de doble empuñadura, cimitarras y ballestas del año del Rey Perico". El calor era tanto que pararon a tomar una "pílsener". "Y allí mismo terminó la invasión. A medianoche nuestro ejército diezmado e irreconocible por la tierra, vencido pero alegre por efecto de las muchas libaciones, volvía cantando por la orilla del mar, dueño y señor de la más desordenada trifulca".
Ilusión europea
Cartagena lleva más de 150 años siendo uno de los principales balnearios de los santiaguinos. Nació como comuna en 1901. Pero tenía vida desde mucho antes: primero fueron los changos -que pescaban y recolectaban mariscos en la zona-, luego los colonizadores españoles y los criollos que hicieron del lugar el puerto por donde salían las materias primas de la zona central (trigo sobre todo) hacia Perú y España. A fines del siglo XVIII, Juan de Cartagena compró lo que entonces se llamaba Puerto Nuevo de las Bodegas (el mismo lugar en el que hoy está la caleta San Pedro).
A mediados del siglo XIX, por su cercanía a la capital, la zona comenzó a perfilarse como balneario. La "época de gloria" se extiende desde 1890 hasta 1930: el crecimiento de la economía chilena luego de la Guerra del Pacífico, el enriquecimiento de algunas familias gracias al salitre y la plata del norte, conllevó un crecimiento de los balnearios de la zona central; especialmente de Cartagena. Allí, según distintas fuentes, luego de la revolución de 1891, se instaló la élite liberal, laica, balmacedista, bohemia, que le dio el perfil al lugar (los conservadores se fueron a la vecina Las Cruces).
Esa élite, amante de Europa como era, quiso reproducir en las costas chilenas los balnearios del viejo mundo. "La culpa es de Biarritz. Y de los señoritos nuevos ricos chilenos que pasaban largas temporadas en ese lugar. Así, al volver, soñaron con alzar Biarritz nacionales", se lee en una crónica de Enrique Lafourcade. Hacia 1910 -en los veranos- bullía la vida social, había hoteles, casinos, parques, fiestas, cine, alumbrado público.
Se traen chalets prefabricados desde Francia; de Inglaterra vienen los artefactos sanitarios; los pisos son de roble americano. Se construyen las "villas" y "castillos", las casas-galería que hoy -muchas venidas a menos, algunas casi en ruinas- se pueden observar al recorrer el lugar. Como la que perteneció a Pedro Aguirre Cerda (Crescente Errázuriz 284, en el cruce con Almirante Latorre), o la que en 1910 mandó a construir una rica familia de inmigrantes italianos, los Bratti. La Villa Lucía, en Cristóbal Colón 167.
Hoy el lugar alberga al Museo de Artes Decorativas Villa Lucía, pero desde mediados de los setenta perteneció al escritor y pintor Adolfo Couve, quien en los ochenta, aburrido de Santiago, se radicó allí y comenzó una vida cada vez más solitaria -interrumpida solo por viajes para hacer clases en la Universidad de Chile- que le entregó a los lectores novelas como "Balneario" y "La comedia del arte".
Su rutina incluía pasear todas las mañanas por la playa junto a su perro Moro, almorzar, dormir siesta y retirarse a pintar, pero sobre todo a escribir y corregir sus palabras. Y terminó en 1998 cuando se suicidó. ("Cuando uno se queda en un lugar es sólo para esperar la muerte", había dicho en una entrevista).
Ni Huidobro fue el primer escritor vinculado a Cartagena, ni Couve el último. Uno de los pioneros fue el poeta Manuel Magallanes Moure (1878-1924), quien vivió en una señorial casa ubicada donde empieza la Playa Grande; allí habría escrito su libro "La casa junto al mar". Y la novela "La caleta" (1957), de Leoncio Guerrero, que vivió un tiempo en el lugar, transcurre en Cartagena, según cuenta un cartagenino de décadas, el escritor Poli Délano.
Otros escritores e intelectuales vinculados al lugar son Andrés Bello, Augusto D'Halmar, Alone, Mariano Latorre y el escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez. O eso al menos es lo que decían en 2004 los miembros de la ya extinta Sociedad de Amantes de Cartagena (Délano fue uno de los fundadores), cuando pedían que se instalara en Cartagena la sede del Consejo Regional de la Cultura. Además están Gonzalo Rojas y el ya mencionado Enrique Lafourcade.
Leyendo "Coronación"
Délano tiene varias credenciales que acreditan su amor a Cartagena. Por ejemplo, según ha contado, sus nostalgias de exiliado estaban puestas en Cartagena; Ñuñoa y el balneario son sus dos amores. Y por el lado literario, cuentos como "El mar", "Felices" y "Tan solo un fin de semana" están situados en Cartagena; también un capítulo de su novela "El amor es un crimen".
La casa que Délano tiene en el lugar la heredó de sus padres: el periodista, pintor y escritor Luis Enrique Délano y la fotógrafa Lola Falcón. La compraron a mediados de los cincuenta, y está ubicada en la calle que hoy lleva el nombre de su padre, sobre un acantilado en Puerto Nuevo, precisamente donde transcurre la novela de Luis Enrique Délano "La luz que falta". (Aunque Délano hijo conoció Cartagena un poco antes, cuando partió detrás de una estudiante de danza de la que estaba enamorado).
La rutina del joven Délano era la siguiente: se levantaba en la mañana a escribir, si era verano nadaba un rato y, luego, alrededor del mediodía, iba junto a su padre a pescar en los roqueríos que están bajo la casa. "Salía el pescado que se llama la vieja, el rollizo, el tomoyo, la jerguilla".
Una de esas hijas, la poeta Bárbara Délano -que murió en 1996 en un accidente aéreo- también fue una escritora cartagenina. José Donoso (1924-1996) es otro que pasaba por Cartagena. Y también el más reciente ganador del Premio Nacional de Literatura, Antonio Skármeta.
Sobre Donoso, Délano recuerda que estuvieron muchas veces juntos -"cuando terminó de escribir 'Coronación' la fue a leer a mi casa, estuvo un fin de semana entero leyendo con mi padre, mi madre y yo"-; sobre Skármeta, que "disfrutaba mucho el carácter popular de Cartagena".
"Siempre me gustó mucho", confirma Skármeta. Es más, un capítulo de "El show de los libros" estuvo dedicado al balneario; y en su cuento "Entre todas las cosas lo primero es el mar" se lo menciona. ¿Por qué le gusta? Por la vitalidad del lugar en verano, y el contraste entre esa vitalidad "y el ambiente arquitectónico". Por la "solemnidad decaída" que tiene en invierno.
Le gusta que sea "el reino de las radios portátiles", "donde conviven la cumbia, la bachata, el reggaeton; es un concierto acústico muy gracioso". Y lo deslumbra "ponerse en el paseo, donde está la curva, en la reventazón de las rocas; no hay nadie que no se haya ido allí a mojar con la polola". Y "tradiciones formidables que no sé si siguen vivas ahora, pero que lo estaban hasta hace poco, como los fotógrafos con escenografías portátiles, o las vendedoras de hallulla con palta y arrollado que circulaban profusamente; y los vendedores de maní confitado y tostado, ni hablar, hacían legión".
Sueños exclusivistas
¿Habrá que sentir pena o pudor cuando se habla de Cartagena como la otrora "Deauville de América", la "Costa Azul de Chile", el balneario de las "walkirias chilenas"?
¿A qué se deben los lamentos? Llegó el tren en 1921, luego las políticas de masificación del turismo impulsadas por Carlos Ibáñez; lo que fue llenando cada vez más el balneario. Hay quienes creen que los trabajadores arruinaron el sueño del balneario europeo. Lo que pasó en realidad es que la ciudad no aumentó su infraestructura de acuerdo al crecimiento de la población; que los antiguos veraneantes ya no podían disfrutar del balneario en exclusiva, así es que lo dejaron. Que, entonces, sus casas se reconvirtieron en pensiones y hosterías o simplemente quedaron abandonadas y se deterioraron.
"Naturalmente esta era una ciudad destinada a otra cosa", dice Skármeta, "pero los sueños exclusivistas cambiaron en todo el planeta. Es bueno, es lindo que existan playas donde se expresa la masividad de la democracia". Playas, precisamente, como Cartagena y -según se lee en una crónica de Pedro Lemebel- "su aglomeración poblacional chorreando de entusiasmo el asoleado enero"; ese "circo playero" que sigue, donde "ríe y compra y se enguata de cerveza el bullicioso carnaval plebeyo".
También le gustaba a Couve: "En Cartagena me hizo muy bien mirar a todo ese gentío en el verano, porque cuando hay ochenta mil personas con unos melones tuna de sombrero pasando por debajo de tu balcón, no hay gobierno militar ni nada: hay un mar humano que no hay cómo dominarlo, y eso me entusiasmó mucho". "En Cartagena me sentí en democracia".
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