Diario El Mercurio, miércoles 31 de diciembre de 2014
Desde los tiempos de la Unidad Popular,
Chile no había tenido un gobierno
en la clásica tradición populista latinoamericana.
La irrupción de un gobierno populista
se caracteriza por la promesa refundacional
que hacen sus líderes, la que va siempre
en el sentido de darles más poderes
a los gobernantes y menos a los individuos.
Un elemento esencial de esta refundación
es su carácter redistributivo:
se asegura que los males de la sociedad
serán resueltos, quitándoles
a los que tienen mucho
para darles a los que tienen poco.
Esta lógica implica, además,
la creación de un enemigo al cual culpar
de todos los males del país:
"Los poderosos de siempre",
es decir, los ricos,
son de costumbre
la impopular minoría elegida.
Los líderes populistas son, en general,
personas altamente ideologizadas
que ven en el Estado -o sea, ellos mismos-
una especie de ente divino
capaz de construir un orden social
cercano a la perfección.
Si hay pensiones bajas,
si no hay educación gratuita
y de calidad para todo el mundo
y si no todos tienen acceso
a una salud de primer nivel,
es porque falta más Estado.
Olvídese del principio
de escasez que enseña la economía
y según el cual los recursos
no alcanzan para todos.
Tampoco cuenta la demoledora evidencia
de que el Estado hace casi todo peor que los privados.
El populista ofrece borrón y cuenta nueva,
un nuevo orden cercano al paraíso,
donde, gracias a ese ente
metafísico y omnisciente llamado Estado,
habrá de todo para todos.
Este paraíso, por cierto,
suele partir con el sueño erótico
de todo intelectual
que apoya el proyecto refundacional:
una nueva Constitución.
Sin ella,
el porfiado principio de escasez,
ese que el líder populista debe ignorar
para poder prometer mayor bienestar
a las masas, no será superado.
Los populistas son, por lo mismo,
siempre anti capitalistas y anti libertarios.
El capitalismo o "neoliberalismo",
dada su fría racionalidad de lo posible,
debe abiertamente ser denunciado como enemigo
y el régimen de lo estatal o de lo "público",
como le llaman eufemísticamente
los promotores de la refundación,
es presentado como la panacea solidaria
que garantizará prosperidad e igualdad para todos.
Típicamente, para avanzar este mensaje utópico
los populismos cuentan con líderes carismáticos
capaces de sintonizar con la masa.
En general, estos líderes carecen de todo fondo.
Es decir, son ignorantes
sobre los asuntos de Estado
y desconocen los más
elementales principios económicos,
pero saben cómo conectar con el público.
Son seductores, simpáticos, empáticos,
divertidos y hablan mucho sin decir nada.
A diferencia de los intelectuales
que los apoyan, no tienen ideas,
sino a lo más ocurrencias del minuto
y un discurso que combina la denuncia
con ofertones de diverso tipo.
Como es obvio, una vez en el poder,
nada de lo prometido se cumple.
Los populistas, que en su discurso
sobreexplotan conceptos de alta carga emotiva,
como "democracia", "igualdad" y "justicia social",
utilizan el Estado para amedrentar,
desacreditar y perseguir a opositores
y potenciales amenazas a su proyecto.
Así, van destruyendo
las bases de la convivencia democrática
y concentrando el poder en sus manos.
Sus políticas económicas
generan efectos desastrosos,
pero el régimen se mantiene
mientras tiene recursos
para seguir comprando apoyos.
Alzas de impuestos,
inflación y deuda pública
se utilizan típicamente
para satisfacer las expectativas creadas.
Salvo que se encuentre
en medio de un boom de commodities ,
los populismos llevan
a un colapso de la inversión,
del crecimiento y de la tasa de empleo.
Los líderes populistas
hacen paralelamente del Estado
un botín con el cual llenarse los bolsillos,
y los de sus parientes y adláteres.
Así se produce una captura
de todos los niveles del aparato público,
todo en nombre del "pueblo",
que en buena parte pasa a ser también
un dependiente de la repartija estatal.
Cuando un país entra en la senda populista
es muy difícil que salga de ella.
La lógica del conflicto ya instalada
debe ser agudizada
para justificar el fracaso populista,
los diversos grupos de interés
que viven del Estado luchan cada vez más
desesperados por su cuota de privilegios,
el discurso de intelectuales
que culpan a otros
del desastre de su proyecto
se torna más agresivo.
Según ellos, toda la crisis
se debe a conspiraciones externas e internas
y a que falta más Estado aún.
Pasado un cierto punto,
la espiral populista se torna inmanejable.
Es importante tener claro
que el populismo no es solo
una forma de llegar
al gobierno y ejercerlo;
es una cultura.
Es la cultura del todo gratis,
de la fe ciega en el Estado
y su líder carismático,
de culpar siempre a otro
por las propias desventajas,
de agarrar lo que se pueda
mientras se pueda,
de la intolerancia
y amenaza al que opina distinto
y de la legitimación de la violencia
para avanzar intereses gremiales.
Un país en que un régimen populista se instaló
es, por lo tanto, un país con un problema de fondo,
que no se arregla con un mero cambio de gobierno.
Es un país con un problema cultural
que atraviesa, desde las élites,
hasta los grupos medios y bajos de la sociedad.
¿Cuánto de todo esto se está viendo hoy en Chile?
Más de lo que jamás
alguien imaginó hace una década.
La pregunta es si el deterioro
que llevó a la situación actual
será reversible o si el país
se ahogará definitivamente,
como nuestros vecinos,
en el fango del desorden,
el conflicto y la mediocridad.
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