Aurora - Cuatro puntos de vista‏

Columnistas

Una lucha personal

por Ernesto Ayala
Diario El Mercurio, Domingo 16 de noviembre de 2014

"Aunque la cinta no da pista alguna que permita orientar su lectura en este sentido, quizás no la necesita: el solo hecho de que sea una película chilena basta para plantearse esa posibilidad..."


No se puede negar que "Aurora" está cuidadosamente llevada adelante. Las contenidas actuaciones, los planos lejanos y bien compuestos permiten contar con distancia y sobriedad una historia que bien podría haber tomado rumbos mucho más melosos. La cinta sigue a Sofía (Amparo Noguera), una profesora de Ventanas que, en el fracaso para adoptar un hijo, se obsesiona con enterrar a un recién nacido encontrado en un basural. Sin embargo, pese a sus mejores intenciones, se topa con una trama burocrática y legal que se lo impide. Quizás el mayor acierto de la cinta está en cómo Rodrigo Sepúlveda ("Padre nuestro"), guionista y director, respeta y da espacio a sus personajes, y evita juzgarlos o condenarlos a humillaciones. Aquí no hay tontos, pérfidos ni nadie parece condenado -o condenable- de antemano, algo que se agradece.

La cinta, incluso, tiende a idealizar la situación. Todo lo que rodea a Sofía es pulcro y civilizado. Ventanas aparece tan lluviosa que por momentos da la sensación de que estamos en el sur de Chile en lugar de Valparaíso. Ella les muestra a sus pequeños alumnos "El nacimiento de Venus", de Botticelli, y ellos son capaces de co-rear en voz alta a sus personajes. Su mejor amiga (Mariana Loyola) no solo es simpática y enérgica, sino que también administra una librería. El café al que van no tiene espejos ni mesas de formalita, como el 99 por ciento de los cafés en Chile, pero sí un ambiente de maderas, informal, refinado. Sofía y su marido (Luis Gnecco) viven en una casa sencilla, pero de muy buen gusto, un buen gusto que se extiende también a su relación, donde la obsesión de Sofía lleva al marido a quejarse en un principio, pero el hombre, con un lado femenino perfectamente desarrollado, termina por mostrarse comprensivo. No conozco la vida de una profesora de básica de Ventanas, pero no es difícil imaginársela algo más áspera que esto.

Son detalles. A este espectador lo sacaron un poco de la necesaria suspensión de la incredulidad, pero no me atrevo a decir que a cualquiera le pasará lo mismo. Por lo demás, la cinta puede plantearse el no ser estrictamente realista y contar su historia de todas formas. Más profundas e interesante son las lecturas políticas que se obtienen de "Aurora".

Por una parte, la obsesión de Sofía por darle una sepultura digna a un recién nacido puede leerse como una metáfora del destino de los detenidos desaparecidos en Chile, personas que han esperado por más de 30 años una sepultura digna. Aunque la cinta no da pista alguna que permita orientar su lectura en este sentido, quizás no la necesita: el solo hecho de que sea una película chilena basta para plantearse esa posibilidad.

Por otro lado, sin contradecir esta lectura, la cinta puede verse también, y en ese sentido sí es explícita, como la lucha de una persona por sobreponerse a la fría maquinaria estatal. Debido a heridas en su historia personal, Sofía es capturada por la necesidad de sepultar dignamente a quien nombra como "Aurora". Sin embargo, las trabas que el Estado pone, a través de la Justicia y del Servicio Médico Legal, son enormes, al punto que Sofía arriesga su trabajo, su matrimonio y su propia estabilidad emocional en la lucha por romper esta coraza impermeable. Cuando finalmente lo logra, el hecho de que Sofía no realice el entierro en un cementerio -un lugar que representa también a la comunidad-, sino en la solitaria loma de un acantilado refuerza la idea de que su lucha fue propia, personal, tal como el lugar que eligió para la sepultura. En ese sentido, "Aurora" es una película muy propia del ideario liberal, que valora más las energías del individuo y la libertad de decidir sobre su destino que el poder de un Estado, por bienhechor que este parezca.

A pesar de que la situación es otra, esta lectura no es muy distinta de la que se obtiene de "Matar a un hombre", otro destacado estreno chileno reciente, donde un padre, acosado por un matón, frente a la indiferencia del Estado -representado ahora por carabineros y tribunales-, decide también por un camino propio. Cuando en Chile se están discutiendo reformas que buscan darle más énfasis a un proyecto colectivo, con un Estado que regula o influye con más fuerza, es llamativo que el cine chileno opte por mostrar soluciones tan fuertemente individuales.

Aurora

Dirigida por Rodrigo Sepúlveda.
Con Amparo Noguera, Jaime Vadell, Luis Gnecco, Mariana Loyola y Francisco Pérez-Bannen.
Chile, 2014.
83 minutos.
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Columnistas

Aurora

por Ascanio Cavallo 
Diario El Mercurio, Sábado 15 de noviembre de 2014

"El de Sofía es el relato de una hazaña. Así lo refrenda su progresión visual, desde el plano inicial de un basural hacia el final en una ciudad recién lavada por la lluvia. La hazaña superflua consiste en derrotar a una máquina estatal insensible..."


¿De qué trata Aurora? Veamos. Sofía Olivari (Amparo Noguera), mujer en los 40, profesora básica en una escuela de Ventanas, lleva años tratando de adoptar un hijo junto a su esposo Pedro (Luis Gnecco). No ha podido ser madre y sabe que comparte con otras 1.500 parejas la espera por alguno de los 400 niños disponibles cada año. Cierto día lee en la prensa local que una guagua muerta ha sido encontrada en el basural del pueblo. En un golpe súbito de convicción, decide que debe recuperar ese cadáver anónimo para darle sepultura.

Entonces comienza su pequeña epopeya. El juez Barría (Jaime Vadell) le advierte que carece de derechos para hacerse cargo del cuerpo. Sofía insiste, discute, persevera. Decide que la guagua perdida se llama Aurora e imagina que pudo ser su propia hija. Lucha contra las normas del Servicio Médico Legal, la justicia, el trabajo y el sentido común. Pero en el mismo paso se va ganando la simpatía de los mismos funcionarios que han intentado desalentarla.

El de Sofía es el relato de una hazaña. Así lo refrenda su progresión visual, desde el plano inicial de un basural hacia el final en una ciudad recién lavada por la lluvia. La hazaña superflua consiste en derrotar a una máquina estatal insensible. La hazaña de fondo es la restauración de la maternidad en un mundo donde las madres abandonan a sus hijos y los padres casi resplandecen por su ausencia. La maternidad es aquí el principio heroico, la base de la lucha contra la muerte. Se podría establecer complejas relaciones entre esta película y la anterior de Rodrigo Sepúlveda, Padre nuestro, donde el progenitor (el mismo Vadell) era un crápula que, a pesar de sus incurias, se apropiaba de las simpatías de todos.

Sepúlveda filma en planos estables, con gran atención a la composición del cuadro. Su cámara no se mueve más que para corregir ángulos. No hay nada de esas cámaras en mano que se han convertido en la moda más molesta del cine actual. Estos encuadres traducen una cierta voluntad de objetividad, incluso de neutralidad emocional y moral.

Aquí aparece la ambigüedad, que es quizá el verdadero tema de Aurora. Los motivos de Sofía son oscuros, pero la película no comete la torpeza de esclarecerlos. Lo que explora es precisamente la duda entre una poderosa sindéresis y una patología obsesiva. Su tema es la leve frontera entre la bondad maniática y la locura iluminada, entre la búsqueda desesperada del bien y autoindulgencia de bordes psiquiátricos. Y eso es lo que mejor funciona.

Aurora
Dirección: Rodrigo Sepúlveda.
Con: Amparo Noguera, Luis Gnecco, Jaime Vadell, Mariana Loyola, Francisco Pérez- Bannen, Patricia Rivadeneira.
82 minutos. 
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"Aurora": Hacer lo correcto

por Antonio Martínez
Diario El Mercurio, Viernes 07 de noviembre de 2014

"Es posible que el papel de Amparo Noguera, por su protagonismo, resalte por sobre el resto, porque se trata de una actuación contenida y sin estridencia. La película no recurre a las explosiones emotivas ni a los descubrimientos sicológicos y hasta las lágrimas son con cuentagotas..."


Sofía Olivari Claro (Amparo Noguera) es una profesora básica en Ventanas, y el paisaje urbano de una zona de castigo es el atlas desplegable de la película. 

Estas son ciudades destinadas al sacrificio, Ventanas y Quintero, y la colección de imágenes refleja la suciedad y contaminación que provoca la industria.

"Aurora" filma la monumentalidad de esas pirámides poderosas, humeantes y amenazantes, donde ya no es la naturaleza lo imponente, sino una gigantesca construcción metálica de tuberías, tanques, refinerías, chimeneas y muelles. 

Y a la distancia, entre bruma y aire turbio, los barcos esperan los depósitos o las descargas.

Esta es una escala donde la altura y el peso de un ser humano son nimios, insignificantes y casi no existen.

A nadie, por tanto, le debería importar una persona de 46 centímetros de altura y tres kilos y medio de peso; padres desconocidos, nació sin nombre y además parte de su cuerpo fue devorado por las aves de rapiña que sobrevuelan las montañas de basura. 

A nadie excepto a Sofía, esa profesora con pena y determinación, porque hace años que lo intenta junto a su marido, Pedro (Luis Gnecco), pero aún no consigue un hijo o una hija en adopción.

Esta mujer decide darle humanidad a lo que apareció muerto en una bolsa plástica incrustada en un tambor del vertedero. Y lo primero es entregarle un nombre: Aurora.

El director Rodrigo Sepúlveda, en "Padre nuestro" (2006) y ahora en "Aurora", viaja por un ramal que parecía oxidado y abandonado, donde la estación principal sigue siendo "Largo viaje" (1968), de Patricio Kaulen.

Un cine de raíz cristiana, una historia que busca hablar con los muertos y la película quiere darles sentido a las vidas de sus protagonistas.

En "Padre nuestro" el eje es un viejo que está por morirse y en "Aurora", es una persona que no alcanza a respirar. 

El primero se despide, la niña casi no llega y ambos merecen lo que tanto quiere entregar la profesora Sofía: cariño, humanidad y un lugar en el mundo.

Es posible que el papel de Amparo Noguera, por su protagonismo, resalte por sobre el resto, porque se trata de una actuación contenida y sin estridencia. La película no recurre a las explosiones emotivas ni a los descubrimientos sicológicos y hasta las lágrimas son con cuentagotas.

El resto del reparto asume el mismo registro y eso les confiere una particular nobleza, porque hablan con los hechos y no con las palabras: Pedro, un esposo devoto y leal; el juez Barría (Jaime Vadell), un hombre que asume que hay cosas que no entiende; y la amiga librera (Mariana Loyola) siempre al lado de Sofía.

El sentimiento central de la película es un bien raro y escaso: hacer el bien porque sí.

Hacer lo correcto para que alguna vez, en una zona de castigo sucia y contaminada, se produzca la transformación y aparezca la aurora.

Y por eso el nombre, el cortejo y la cristiana sepultura: para que la Tierra vuelva a ser limpia, justa y buena.

Chile, 2014. Directores: Rodrigo Sepúlveda. Con: Amparo Noguera, Luis Gnecco. 93 minutos. TE. 

HÉCTOR SOTO, 
aurora

Quizás pocas veces una cinta chilena fue de menos a más con la resolución que lo hace Aurora, la película ganadora del último Sanfic. Esa misma evolución es la que ha tenido Rodrigo Sepúlveda, su director, que debutara el 2001 con el largometraje Un ladrón y su mujer hasta esta nueva realización, pasando entremedio por Padre nuestro, del 2007. Es normal que los cineastas vayan ganando seguridad y aplomo. Pero nunca hay que dar por descontado que puedan o deban llegar necesariamente a las alturas a las cuales se empina el tramo final de Aurora. De esto hay pocos precedentes en el cine chileno y -no nos engañemos- la verdad es que tampoco son tantos en la cartelera regular.
Lo interesante, lo provocativo, lo inédito, es que Sepúlveda llega a ese nivel no por el camino corto -por así decirlo- sino por una ruta que es larga, accidentada y difícil. Lo más fácil para quienes nos gusta un cine tributario de las emociones era haber contado la historia desde el punto de vista de la protagonista y haber multiplicado los rasgos del personaje para que nos fuera simpática y no tardáramos en identificarnos con ella. La película, sin embargo, le da un portazo a esa estrategia. El personaje que encarna la actriz Amparo Noguera es duro, distante, impenetrable. Tiene pocos registros y demora quizás más de la cuenta en establecer nexos de complicidad con la audiencia. Entendemos el propósito que la mueve (darle sepultura a una guagua que encontraron muerta en un basural), admiramos seguramente su tenacidad, pero no cabe duda que nos alejamos de ella a medida que su empeño se va convirtiendo primero en obsesión, después en compulsión y al final en algo quizás más grave, todo lo cual que la desestabiliza en su trabajo, luego en su matrimonio y hacia el desenlace -llegamos a temerlo- en su propio equilibrio mental.
Pero la película persiste en esa dirección y lo notable es que al final sale ganando. Sale ganando por dos conceptos. Porque la emoción a la que se llega por el camino largo es más perdurable y tiene otra jerarquía. Y porque la puesta en escena de Rodrigo Sepúlveda se la juega abiertamente por el distanciamiento. Mucho más que en primeros planos, mucho más que en lagrimones en cámara, el drama de la cinta se despliega en planos generales largos y casi abstractos. Abstractos, no obstante que la secuencia final, la del funeral, una vez que la protagonista consigue que el enjambre burocrático, legal y judicial chileno le entregue el cadáver de la guagua, está entre lo más potente emocionalmente que se ha visto en la pantalla en bastante tiempo. Es cierto que la composición de lugar que se hace la protagonista es muy desgarradora: si tantas son las dificultades para adoptar a un niño vivo, por qué desechar entonces la ocasión de adoptar uno muerto. Eso es fuerte, por cierto.
Lo es mucho más, sin embargo, en función de la lejanía con que vemos el cortejo, del imponente marco geográfico que contextualiza la situación y de la majestuosa serenidad que trasuntan esos planos rotundos.
Es más bien poca el agua que el cine chileno ha acumulado en los dominios más intensos o profundos de la emoción. Se ha hecho ya una costumbre que los personajes de nuestras películas terminen -poco más o poco menos- tal como empezaron. Y es una distorsión (más que eso, una perversión) que eso mismo ocurra con nosotros los espectadores: salimos de las películas tal como entramos. Aquí no. Ya era hora: Aurora rompe semejante cadena de continuidades. Después de verla, difícilmente quedaremos igual.

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