El refunfuñón ilustrado...‏

Confesión de fe
por Beltrán Mena
Diario El Mercurio, Artes & Letras,
Domingo 26 de Octubre de 2008

El escéptico no es alguien que no crea en nada, sino alguien que cree en pocas cosas. Además es mañoso, valora más la originalidad de una idea que su verdad (es un estético). Como hay poco de eso que le gusta, vive en un estado de frustración moderada permanente. Me confieso uno de ellos.

Creo, por ejemplo, en el análisis, a pesar de tener claro que el mundo se ha construido y se seguirá construyendo por ensayo y error (consultar a Alan Greenspan). Creo en la reflexión anticipada, aunque sé que en el mundo real se actúa por reacción ("la vida es eso que ocurre mientras uno la planifica"). Sin embargo, también creo en el prejuicio (qué placer, dejarse llevar por nuestros prejuicios, recorrer las veredas despotricando, exagerando, dividiendo el mundo en buenos y malos, sobre todo malos. Qué placer correr pendiente abajo por la pradera del carácter y volvernos pura opinión).

Creo en la nitidez, a sabiendas de que el mundo es borroso. Y en la precisión, siendo que el mundo es más bien aproximado. Admiro a los que intentan la precisión, románticos que enfrentan la monstruosa ambigüedad del mundo, armados con la pequeña navaja de Occam. Por eso me emocionan las sondas espaciales enviadas con años de anticipación a un satélite de Saturno o a la cara desconocida de Mercurio; máquinas que aterrizan con asombrosa exactitud, escarban el suelo, toman fotos y las despachan por una cadena de naves, satélites y antenas que finalmente las depositan en mi computador cada mañana. Así, me entero antes de lo que pasa en Titan que del sumario en el Hospital de Iquique. Me gusta eso. Me alegra saber que aunque sea en el espacio inútil de la astronomía, la filosofía o las matemáticas más abstractas, la precisión tiene un lugar.

Esto de que a uno le guste el mundo como no es, se traduce en una impertinente tendencia al sarcasmo y la ironía, que suele caer mal.

Pero mis hijos me comprenden. Entrenados desde que nacieron en el escepticismo de su padre, han aprendido a entenderlo. Sea por amor fraterno, simple hábito o santa paciencia, se han acostumbrado a mis comentarios políticamente incorrectos, a la crítica universal y permanente. Saben que soy una especie de refunfuñón ilustrado, pero lo importante es que sospechan que detrás de esos gruñidos de humor ácido, se oculta un verdadero cariño e interés por el mundo. Han descubierto que un escéptico es un idealista. Y han resumido la actitud de su padre en una frase que les escuché con sorpresa y alegría hace un tiempo, en el asiento de atrás del auto, uno le comentó al otro en voz baja: "El papá cree que el mundo es bacán, pero que él lo habría hecho mucho mejor".

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