Mientras afuera se debate la inquietud atmosférica de un día plomo y húmedo...‏

Cuadernos fríos
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 14 de julio de 2014

Nunca he podido recuperar la magia
de las vacaciones de invierno.

Ya hace mucho tiempo
que no las tomo
o no me las dan
o no me corresponden.

A la distancia,
miro con melancólica empatía
a los niños que tienen por delante
la benéfica perspectiva
de no ser molestados,
ni requeridos, ni presionados
al menos por un par de semanas.

Cuando niño 
me imaginaba erróneamente
la realidad de la vida adulta.

Admiraba a los adultos, de hecho,
por su aparente asertividad y su autonomía.

Pensaba que ellos llevaban 
la misma vida que yo conocía,
sólo que con más libertades
y con más oportunidades.

No entendía 
que la responsabilidad
prolongada en el tiempo
involucra dosis de angustia
y sensación de soledad.

Ahora que pienso en eso
recuerdo ciertas expresiones
en los cuarentones 
y cincuentones de esos años:
con la sola mirada
parecían pedir ayuda
o una tregua o un asueto.

Estaban como a punto de largar un grito.

El problema con las vacaciones
es que éstas deben ser mentales o espirituales.

Ya no se trata simplemente de días sin trabajo,
sino de un despeje más radical del terreno,
de un rito de limpieza profunda,
reordenamiento, empty trash, reseteo.

Supongo que ése 
es el motivo por el cual
la gente viaja tanto: 
para proyectar en el espacio
un proceso que debe realizarse
en sus propias cabezas.

El puro trance de ir y volver
tendría que servir para algo
que en la cueca de todos los días
nos cuesta mucho: distinguir 
lo necesario de lo accesorio, la realidad 
de los fantasmas transparentes que la saturan.

Tras el último día de colegio
los niños vuelven a sus casas
y podrán desembarazarse por un rato
de esas mochilas repletas 
de cuadernos y libros feos.

Podrán reconocer 
sus respectivas 
intimidades hogareñas
en las horas en que
habitualmente 
se encuentran ausentes.

Experimentar, en una de ésas,
sus casas como un espacio protector
mientras afuera se debate 
la inquietud atmosférica
de un día plomo y húmedo.

Con los años los cuadernos 
de colegio envejecen 
de un modo frío, incómodo.

Se diría que el tiempo
revela en ellos
un trasfondo de inutilidad.

Curiosamente pasa lo mismo
con las malas pinturas,
las impostadas, las que
en algún momento 
trataron de subirse a la mala
a algún carro estético:
se vuelven tristes,
apagadas, miserables.

Hay gente retentiva
que guarda sus cuadernos
de la época escolar
con cierto aire de solemnidad.

A veces hacen el ademán 
de extraerlos del fondo de un arcón 
y uno puede temer que lo que sigue
sea una disertación sobre 
lo muy superior que era
la educación de antes,
cuando a los flojos
les ponían un «huevo»
o quedaban «para marzo».

En fin, el hecho es que 
esos objetos ceremoniales
-los cuadernos- sólo alumbran
en su resguardo una especie
de fetichismo narcisista.

El que los colecciona
generalmente tiene
una alta opinión 
de sus propias virtudes,
no refrendada por la realidad.

Pequeñas vanidades de la memoria,
triunfos en lejanos y minúsculos concursos,
elogios recibidos, esfuerzos coronados.

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