El Otro y lo Ominoso‏

Columnistas
Diario El Mercurio, Domingo 13 de julio de 2014

Otro

"Al vivir durante largo tiempo solo -por lo general en departamentos arrendados, adecuados por sus dimensiones a esta modalidad de existencia- me he dado cuenta de que "el otro", la compañía, sigue constituyendo una presencia ausente, es decir, prevalece como fantasma..."


Hace ya varios años debí preocuparme de la inestabilidad emocional de una amiga. Fue un episodio puntual, subsanado al cabo de un tiempo, pero la circunstancia en que se produjo no deja de rondarme todavía. Mi amiga vivía sola en una casa grande, una casa antigua con demasiadas piezas. No tenía televisor, ni radio: solo un equipo -donde escuchaba música clásica- y libros y pinturas.

Me pareció entonces que el problema procedía precisamente de esta situación. La soledad de cualquiera se recorta, se hace visible notoriamente en un entorno diseñado para la vida grupal. La falta de compañía desnuda su médula de tristeza si se la experimenta en un lugar hecho para la compañía. Es un fenómeno que se manifiesta en las horas de la guardia baja, cuando la energía comienza a decaer, el sol a declinar y la conciencia a retroceder, y la casa -aquel espacio que consideramos por lo general como funcional a nuestras necesidades- empieza a adquirir un protagonismo sutil, pero de todas formas impropio de los objetos inanimados.

El otro factor era la falta de comunicación con el mundo banal, con la cháchara de la radio o las extravagancias de la televisión. La música, los libros, las pinturas, productos quintaesenciados de la cultura, no parecían ser más que un desdoblamiento del yo y a la vez la alambrada de un encierro. A menudo he intuido que la gente que lee más de la cuenta expresa una necesidad desesperada de filtrar la realidad, de refractarla, como si fuera el bicho mitológico de la cabellera de serpientes.

Al vivir durante largo tiempo solo -por lo general en departamentos arrendados, adecuados por sus dimensiones a esta modalidad de existencia- me he dado cuenta de que "el otro", la compañía, sigue constituyendo una presencia ausente, es decir, prevalece como fantasma. Y hay que tener cuidado, porque en la medida en que constituye una especie de vacío deja lugar a que se cuelen presencias poco amistosas, psicológicas, los monstruos generados por el sueño de la razón.

"El inquilino", la gran película de Polanski, opera en este eje. El que vive solo se halla en permanente monólogo, remitiendo cada cosa que hace al comentario de una "voz". A veces sucede que uno desconoce en sí mismo cierto rango de conductas, ciertas repeticiones: que se le caigan las cosas de las manos con demasiada frecuencia -o que se caigan solas de los estantes-, o bien el hecho de despertar todas las noches a una misma hora con extrema exactitud (a las 3:44, por ejemplo). La pequeña inflexión que se produce de este modo en el curso normal de los acontecimientos sugiere que uno podría estar siguiendo inadvertidamente una pauta ajena, manejada desde las sombras. La pregunta "¿será que alguien se está apoderando de mí?", formulada en las horas lúgubres de la madrugada, suena escalofriante.

La efectividad de "El inquilino" tiene que ver con lo que Freud denominó "lo ominoso": la proyección de lo extraño, de lo desconocido, en la línea protectora de lo familiar. 

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