En las filas de la ramplonería de la llanura‏

No somos nada


Si hay industria que ha debido reinventarse por completo en una o dos generaciones, esa es la industria del cine. La transformación significó la pérdida de vastas audiencias que fueron capturadas por la televisión en los años 50 y el desmantelamiento en los 60 de los estudios -con todo el control, pero también todo el resguardo que el sistema daba a los cineastas- y obligó a los exhibidores, primero, a concentrarse y en seguida, a trasladar a las multisalas el negocio que antes operaban los nobles y antiguos templos urbanos del espectáculo.
En el curso de tres o cuatro décadas, el público se hizo más adolescente, el negocio más riesgoso y la exhibición más globalizada. Desapareció toda una franja de producción que en el caso del cine norteamericano era potente: la que mediaba entre la superproducción y las película de serie B y que fue la gran cantera de talentos de Hollywood, con películas que hablaban de gente más o menos normal, enfrentada a problemas parecidos a los de cualquiera. Esa franja intermedia era servida por una segunda fila de realizadores -donde tomaban asiento, entre otros cientos de artesanos o artistas menores, figuras como Anthony Mann, Preminger, Lumet, Pollack y el mismo Paul Marzursky, que murió esta semana-, que siempre operó como pulmón para el segmento más vivo y respetable de la cartelera.
Bueno, eso es lo que se acabó. Pareciera que a la industria de la exhibición la hubieran dinamitado y que todo saltó en pedazos. Ocurrieron cosas bien notables. El imperio americano se volvió irresistible. Creció la brecha entre el cine espectáculo y el cine de autor, hasta llegar a configurar dos galaxias autónomas y que se rechazan recíprocamente. Se le complicó la vida a las salas independientes. Los estrenos pasaron a ser simultáneos en medio mundo para tratar de contrarrestar el pirateo. Aumentó la cantidad de películas que se filman, pero se redujo la de las que llegan a la pantalla grande. Los cinéfilos se fugaron al mundo digital.
El lamento por la cartelera se convirtió en letanía recurrente y en emblema gremial de los críticos. Pero a todos se nos entra el habla cuando buenas películas, como La vie d’Adele o Soy mucho mejor que voh, son castigadas en boletería por recaudaciones infames.
Mucho es lo que sigue cambiando. A una sociedad no debiera serle indiferente que se proyecte una cinta de Bergman o la enésima secuela de Transformers, pero es absurdo tratar de estirar la cuerda a favor del maestro sueco por decreto. El cine chileno también es un gran damnificado de estos desarrollos. Hace rato que las películas nacionales se proyectan en salas vacías; nuestros cineastas no logran conectarse con audiencias amplias. Algunos piensan que habría que mantenerlas en cartelera por más tiempo, quizás para que el vacío sea todavía mayor. La fórmula no hace mucho sentido, pero tal vez para allá vamos. La situación actual duele su poco porque nos desnuda como sociedad. No somos nada. El cine de la cartelera, que siempre fue un fenómeno cultural, hoy pesa menos que un mono animado de Disney Chanel trasmitido de madrugada. Esto es lo que el público quiere y esta es nuestra densidad cultural. Sí: no somos Atenas. Preferimos Kramer a Kiarostami. Más que las cumbres, nos encantan, nos ponen de inmediato en la fila las ramplonerías de la llanura

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