Una elección presidencial
no es un acto plebiscitario
acerca de un programa de políticas públicas
a las que no les falte más que ser ejecutadas.
Se trata de un pronunciamiento
de una mayoría relativa,
de acuerdo al padrón electoral
que acude a votar, y que se pronuncia
marcando una preferencia,
acerca de objetivos globales
cuyos caminos de realización
son, o pueden ser, variados.
Se incurre, pues,
en la conocida falacia
del non sequitur
cuando se pasa del hecho
de que dicha mayoría relativa
declaró querer ciertos objetivos
a concluir que entonces quiso también
los específicos medios que los técnicos de turno
decidieron como los adecuados para alcanzarlos.
Y que todo ello justificaría el apuro.
No es así.
Quien declaró querer un fin,
no por eso declaró
querer un específico medio.
Decir que la mayoría quiso el objetivo
no zanja el problema de cuál sea
el mejor medio para alcanzarlo.
Que la mayoría resuelva el fin,
no da por decidido cuál sea el medio.
Que la mayoría haya apoyado el programa
no significa entonces que, por ese solo hecho,
haya aprobado también los proyectos
que los técnicos del Gobierno
han diseñado para realizarlo.
Olvidar eso acarrea varios peligros
que la llamada Nueva Mayoría
esa marca de fantasía -si, en efecto,
se quiere Nueva- debiera eludir.
El primero consiste
en concebir la elección presidencial
como un plebiscito acerca
de liderazgos y programas de gobierno;
luego, concebir el programa
como un contrato entre la Presidenta y los partidos,
y, más tarde, concebir al Congreso y los partidos
como simples ejecutores de ese contrato.
Incluso en tiempos de tantas simplificaciones
como los que corren (donde basta concebir
algo como un derecho para que todos los problemas
queden resueltos por vía deductiva)
esta nueva simplificación parece un exceso.
La elección de Presidente
como decisión plebiscitaria
acerca de un programa;
el programa como un contrato
entre la Presidenta y los partidos;
los partidos como ejecutores del programa.
Esta cadena de significados
convierte a los partidos
en simples dependientes
de lo que la Presidenta obtuvo,
y a la Presidenta, en intérprete infalible
de lo que el pueblo decidió.
¿Se ha pensado
cuánto de la democracia
y de la reflexión que le es propia
se sacrifica con tanta simpleza?
Lo segundo es que en esa cadena
-programa, Presidenta, Congreso-
hay un actor que escapa a cualquier control:
el técnico que toma todas las decisiones.
En efecto,
lo que se oculta en esa continuidad,
y en la rapidez que conlleva,
es el papel de los técnicos,
de los expertos, que permanece oculto.
Ellos son los que deliberan los medios
que no se someten al escrutinio de nadie.
¿No era este el gran problema
de los últimos veinte años:
la cultura de expertos
-los famosos tecnócratas-
que suplantaba a los ciudadanos?
¿No era este el defecto que había que corregir?
Hay dos maneras de entender
lo nuevo de la Nueva Mayoría.
Una es banal.
La Nueva Mayoría sería nueva
porque suma al Partido Comunista
(casi tan viejo como el hilo negro,
al menos ese que conlleva
la antigua astucia que no da puntada sin hilo,
con las mismas mañas y triquiñuelas de siempre
y ahora lo de la Universidad Arcis.
Otra es de más peso: la Nueva Mayoría
sería nueva porque adoptaría las decisiones
evitando que, como habría ocurrido
los veinte años anteriores,
los técnicos y los expertos
escamotearan la voluntad popular.
Pero lo que monseñor Goic
llamó "frenesí legislativo"
favorece justamente lo opuesto:
al concebir el programa
como un contrato
entre el pueblo y la Presidenta
y entre la Presidenta y los partidos,
los proyectos que envíe la Presidenta
(y que no hicieron ella
ni los ciudadanos, ni los partidos,
sino los técnicos, los expertos)
acabarán imponiéndose
sin ningún discernimiento,
con el pretexto de que no es más
que la ejecución de un contrato previo.
En un mundo así
no es la mayoría
precisamente la que manda.
Igual que antes, son los técnicos.
Solo que ahora no tienen contrapeso.
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