Entre el espíritu de facción y el de consigna



Desde la antigüedad sabemos que cuando prima un único principio político sin contrapesos es inevitable degenerar en una tiranía, sea de uno, unos pocos o de la mayoría. Por eso los antiguos abogaban por un gobierno moderado y también por eso, estructurados los Estados sobre la soberanía, se defendió la división de poderes y el control de unos sobre otros, para favorecer la justicia y la paz, como objetivo final de la comunidad política.

Las democracias contemporáneas enfrentan una realidad diferente. No basta con apelar a la moderación y a la limitación del poder. Es necesario un debate más complejo. Hay un cambio y una disputa sobre los fines de la acción gubernamental y las masas han irrumpido en la formación de la opinión pública. Los objetivos más sencillos y directos han sido reemplazados por metas ambiciosas y más difusas, que son materia de grandes desacuerdos técnicos, pero sobre todo ideológicos. A ello se une que la confrontación supera el espacio tradicional que representaban el ágora o el parlamento y se ventila por muchos y diferentes medios, y para que el mensaje sea efectivo es simplificado al máximo con frases capaces de movilizar e instalarse en el imaginario. 

De este modo, al sempiterno riesgo de inestabilidad de la sociedad política, producido por la primacía de una parte de la comunidad sobre el resto —el espíritu de facción—, se suma el riesgo de un debate público donde el eslogan fácilmente sustituye la reflexión, lo que Jaime Guzmán llamaba “el espíritu de consigna”. Ambos se potencian de modo que la tiranía puede devenir en totalitarismo, un mal sustancialmente más profundo porque altera todo límite moral conocido por la humanidad y, al decir de Hannah Arendt, hace del terror la esencia de su dominación.

Cuando se anuncian grandes transformaciones estructurales, parece indispensable razonar sobre estos riesgos y nuestra historia. Jaime Guzmán describía la política chilena de su niñez y juventud como un devenir “esclavizado por consignas” provenientes de todos los sectores, a las que los ciudadanos se sometían y donde el cuestionamiento parecía un ejercicio inútil. En su mirada, la consigna es “una falsificación de la realidad” que elude “el análisis matizado, sereno y reflexivo” y esconde luchas personales o de grupos o “amenazas de signo mesiánico o totalitario”. En ningún caso conduce a la construcción de “una democracia sana, moderna y eficiente” en que confluyan “la libertad política, el desarrollo económico y la justicia social”. El interés por el bien del país es reemplazado por el afán de “alcanzar o retener el poder” para la facción que se representa, lo que puede devenir en el “establecimiento de un régimen totalitario”. Esto no es ajeno a la experiencia latinoamericana, pasada y actual, y tampoco a la chilena.

Para escapar de este riesgo, Jaime Guzmán sostenía que eran necesarias dos cosas. Primero, abordar los asuntos públicos con reciedumbre moral, rectificando los análisis falsos o incompletos y rechazando la búsqueda del halago popular, sin ceder “demagógicamente a sus pasiones y caprichos”. Segundo, comprender que la democracia “se afianza y se prestigia, en cuanto demuestre eficiencia para favorecer la libertad, la seguridad, el progreso y la justicia”. La institucionalidad, entonces, debe incentivar estas actitudes y valores, para lo cual resulta indispensable que ponga contrapesos efectivos frente al espíritu de facción al que se inclina con facilidad todo grupo político, en particular cuando goza de mayorías importantes, aunque sean circunstanciales, y frenos reales para que la demagogia moderna, el espíritu de consigna, no domine el debate público.

En los últimos 25 años, la mayoría de nuestras instituciones, sabiamente concebidas en la Constitución vigente, y nuestros dirigentes, han sido capaces de enfrentar con éxito estas amenazas, rechazando, con escasas renuncias, los cantos de sirena que desde siempre aconsejaron tomar otros caminos. Para el nuevo período que se inicia, donde los profundos y, en muchos sentidos, positivos cambios experimentados por el país en los últimos años demandan soluciones ingeniosas, integradoras y respetuosas de la libertad y la justicia, la interrogante es si la actual dirigencia estará a la altura de sus predecesoras o sucumbirá a la tentación, para nada extraña a la última década de nuestro subcontinente, de dejarse guiar por el espíritu de facción y el de consigna.

Jorge Jaraquemada R.
Director Ejecutivo 
Fundación Jaime Guzmán

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