Está claro que Putin le va a hacer pagar muy caro a Occidente el respaldo a la insurrección popular contra la dictadura de Víctor Yanukóvich en Ucrania. Y Occidente lo sabe bien, de allí el delicado equilibrio que Obama y sus homólogos europeos intentan mantener mientras caminan al borde del abismo euroasiático.
Para Putin, la pérdida de Ucrania es la pérdida de una pieza clave de su rompecabezas hegemónico en las zonas que formaron parte del imperio soviético (y buena parte de ellas también del imperio zarista). Su ubicación geográfica, su importancia económica, su tamaño físico e histórico y su parentesco étnico con Rusia hacen de Ucrania algo que Moscú no puede dejar gravitar hacia Europa sin renunciar a su proyecto nacionalista. ¿Cuál proyecto? La reconstrucción de una vasta zona de influencia política. Hasta tiene un nombre: Unión Euroasiática.
Además de este esquema nacionalista con vocación hegemónica, por no decir imperial, Putin tiene miedo. ¿A qué? A que el alejamiento de Ucrania con respecto a Moscú despierte sentimientos separatistas -siempre latentes- en varias repúblicas rusas. Es decir: a que se desmadeje no ya el sueño de la reconstrucción imperial, sino la propia Rusia, donde anidan fuerzas centrífugas considerables.
Por eso Putin ha denunciado como ilegítimo al gobierno ucraniano interino presidido por Olesandre Turchinov, cuyo primer ministro recién designado, Arseni Yatsenick, es un aliado de la pro europea Yulia Timoshenko. Por eso ordenó a su ministro de Defensa poner en alerta a las tropas rusas en los distritos militares Occidente (colindante con Ucrania) y Centro (pegado al distrito en el que está la base rusa en Crimea). Por eso ha respaldado el levantamiento de los ucranianos de origen ruso en Crimea, la provincia en la que tiene una base naval Rusia desde el siglo 18, y por eso ha suspendido el rescate financiero que había ofrecido a Yanukóvich.
Para Obama y la Unión Europea, todo esto es un desafío serio. En lo inmediato, no están seguros de poder rescatar a Ucrania, que necesita unos 35 mil millones de dólares en dos años. Las reservas del país han caído a 12 mil millones de dólares y Ucrania afronta pagos de deuda importantes, para no hablar de la situación fiscal agónica que hace difícil cumplir con los salarios del Estado. Washington y Bruselas (mejor sería decir: Berlín) saben que si dejan hundirse a Ucrania las consecuencias se sentirán en todo el mundo y que serán culpados de lo que pueda pasar: una guerra civil o el regreso de una dictadura pro rusa.
A mediano y largo plazo, el asunto es aún más complicado porqueObama y Europa saben que Rusia se vengará infligiéndoles un duro castigo en todos los asuntos donde la cooperación moscovita es indispensable. Eso abarca desde Irán (donde las negociaciones a propósito del programa nuclear han avanzado con respaldo de Putin) hasta Siria (donde Putin no ha colaborado, pero donde tampoco ha boicoteado los más recientes esfuerzos por negociar una salida). Además, Europa teme el chantaje energético: depende de Rusia para el suministro de un 30 por ciento del gas natural que consume y más de una quinta parte del petróleo que importa. Putin ha demostrado muchas veces estar dispuesto a utilizar esa baza para presionar a Occidente.
Todo esto explica que el Presidente Obama haya insistido en estos días en que su país “no está abocado a un juego de ajedrez guerra fría” con Putin y en que el respaldo a lo sucedido en Ucrania no es “un juego de suma cero con Rusia”. Las mismas consideraciones están detrás del hecho de que Angela Merkel haya extremado los gestos con Putin en estos días y Catherine Ashton, la jefa de la diplomacia de la Unión Europea, haya hablado de “apoyo, no interferencia”.
Hasta tal punto ha llegado el ejercicio diplomático tendiente a aplacar a Putin que dentro del Congreso de los Estados Unidos se han empezado a elevar voces de protesta. Entre ellas, la del senador John McCain, que ha acusado al mandatario estadounidense de “ser un ingenuo” con respecto a Moscú.
Si este mar de fondo estuviese confinado al mundillo diplomático, no tendría la carga de peligro que tiene. El problema es que se está gestando una respuesta nacionalista en la calle que puede empujar a los líderes a una guerra. En Rusia, alentada en parte por el gobierno, ha surgido una ola de rencor nacionalista contra las fuerzas que tumbaron a Yanucóvich en el país vecino. Si Putin, temiendo ser desbordado, la suprime, el nacionalismo que él ha encarnado y administrado hasta ahora con frío cálculo podría volverse en su contra. La presión para intervenir militarmente irá aumentando a medida que esa corriente crezca. Hay, después de todo, precedentes históricos, el más reciente de los cuales fue la invasión a Georgia en 2008.
Aunque Rusia buscó pretextos de diverso tipo, aquella operación militar tuvo que ver con el acercamiento entre la OTAN y las repúblicas ex soviéticas, particularmente Ucrania y Georgia. Se hablaba intensamente de que la OTAN invitaría a ambos países a ser miembros de la Alianza, algo que nunca sucedió pero que exacerbó los ánimos lo bastante como para que Putin decidiera actuar. Primero amenazó con apuntar los misiles contra esos dos países; luego atacó Georgia, donde el entonces Presidente, Mijeíl Saakashvili, cometió muchas torpezas.
Ucrania tiene para Putin mucha más importancia que Georgia. Con ese precedente, está claro cuánto riesgo se corre. Precisamente por eso, la OTAN ha sido cuidadosa. Nunca hizo la invitación formal para iniciar el Plan de Acción que corresponde cuando se pretende incorporar a un nuevo miembro. De hecho, la relación que tiene Ucrania con la OTAN desde los años 90 no es tan distinta en lo formal como la que tiene la propia Rusia, a través de un mecanismo llamado Asociación para la Paz. Es cierto que la Comisión OTAN-Ucrania (surgida como paso posterior a la Asociación) ha llevado a cabo distintas formas de cooperación pero no ha habido nada que pueda leerse como un salto cualitativo equivalente al inicio de la incorporación de Ucrania a la Alianza Atántica.
Ganas, desde luego, no faltan. O faltaban: algunos líderes occidentales lo propusieron explícitamente y la propia Ucrania, cuando Timoshenko era primera ministra, dio señales, en 2008, de estar interesada. Putin sospecha que en estas nuevas circunstancias, con los pro europeos controlando todo el poder en Kiev, puede surgir nuevamente la tentación de estrechar -o de llevar hasta las últimas consecuencias- el nexo con la OTAN. Después de todo, ello tendría no poca lógica tratándose de un país bajo amenaza de intervención militar rusa.
Lo cierto, sin embargo, es que nadie en Europa tiene ánimo de provocar a Putin llevando las cosas tan lejos. Ya el propio secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, ha emitido palabras conciliadoras destinadas a aplacar a Moscú.
El dilema es monumental: hay una mayoría de ucranianos felices de haber tumbado a una dictadura y deseosos de acercarse cada vez más a Europa (por lo tanto, temerosos de acabar en la órbita de Putin otra vez). Pero hay un porcentaje considerable de rusos en Ucrania (17 por ciento tiene ese origen étnico pero 30 por ciento se ha criado en esa lengua) y las regiones del este y el sur profesan un entusiasmo bastante menor con lo que está sucediendo que las situadas en la parte occidental. Si esas tensiones no se manejan con mucho cuidado, se puede venir todo abajo, como un castillo de naipes.
La relación histórica y cultural entre Rusia y Ucrania se remonta a las tribus de eslavos orientales que emigraron hacia Europa en la baja Edad Media. Kiev fue el centro de su primer Estado, la Rus de Kiev. Una vez destruida por los mongoles y convertida en un montón de feudos inconexos, surgió Moscú como heredera de aquel Estado. Desde entonces, los ucranianos tienen dos almas, una que mira hacia el Este y otra que mira hacia el Oeste. Esta fatalidad forma, nos guste o no, parte del problema. Deberá por tanto formar parte también de la solución.
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