Rusia en Manhattan


David Gallagher, Diario El Mercurio, Viernes 21 de febrero de 2014






Cada vez que voy al hemisferio norte en febrero, me prometo que es por última vez. ¡Absurdo ausentarse de Chile en su mejor mes! Pero cada año algún evento me lleva a reincidir, como el que recién me tuvo unos días en un gélido Nueva York.

Claro que es una ciudad pródiga en recompensas. Esta vez, la de poder ver el "Príncipe Igor" de Borodin. Es una ópera desordenada, que Borodin no logró terminar. Pero a mí me interesaba sobremanera, porque está basada en el "Cantar de las huestes de Igor", una epopeya de fines del siglo doce, que es el equivalente ruso del "Cantar del mío Cid". Es un texto que para mí tiene un significado especial, porque hace casi medio siglo, cuando Oxford se esmeraba en enseñarme cosas magníficamente inútiles, aprendí a descifrar el denso ruso medieval en que está escrito, el ruso de la antigua Rus de Kiev. Por otro lado los temas de la epopeya, y de la ópera, son iluminadores para quien quiera entender la Rusia de hoy: la de Putin, la de los juegos de Sochi, y la que observa perpleja las turbulencias que se dan en Kiev, ciudad cuna de la civilización rusa.

El "Cantar" describe una campaña, de 1185, que emprende el príncipe Igor contra los polovtsianos, o cumanos, nómadas musulmanes liderados por el temible Khan Kobyak. Los infieles son vistos por Igor como una amenaza para la Rus cristiana de Kiev, pero sus propósitos no solo son defensivos: quiere que su Rus se expanda hacia el sur, y sueña con hundir su yelmo en el Don, para beber de su agua, y apropiarla a sus dominios.

Su campaña falla. Cae preso, en manos del Khan. Igor tendría que haberse detenido cuando un eclipse solar oscureció el cielo de Putyvl, la ciudad -hoy en Ucrania- en que tiene su sede. Ignoró el mal augurio, y la naturaleza se vengó. Solo cambia cuando Yaroslavna, la mujer de Igor, le hace una larga plegaria, en que combina piedad cristiana con ribetes panteístas. La naturaleza la oye, e Igor logra escaparse y volver a Putyvl, socorrido por los ríos y las aves. Le ha levantado el ánimo el canto de los ruiseñores. Le han indicado el camino los susurros del Donets, y el tamborileo de los pájaros carpinteros. Con su silencio, los cuervos, las urracas y las grajillas han evitado que el enemigo se despierte.

En una primera batalla le había ido bien a Igor, y el poeta nos cuenta que los rusos se llevaron a las vírgenes cumanas como trofeo de guerra. Después de la derrota posterior, el Khan le propone una alianza, y para convencerlo, lo tienta con "bellezas de más allá del Caspio". El romántico Borodin celebra la escena con sus famosas "danzas polovtsianas", ante las que las bailarinas del Metropolitan Opera hacen sensuales contorsiones. He aquí un tema muy ruso, recogido en la literatura del siglo diecinueve: el de las bellezas exóticas del sur y del este. Serán bárbaros los polovtsianos, los cumanos, los chechenos, pero sus mujeres, con sus enormes ojos negros y sus bailes eróticos, son irresistibles.

Interesante una epopeya, que fue adoptada como "nacional", que describe una derrota. Tal vez refleje cierta ambivalencia rusa frente a la resistencia musulmana a su Imperio. Es un cuento de nunca acabar, como lo demuestran las medidas de seguridad en Sochi, para prevenir posibles atentados jihadistas.

Sochi es también un símbolo de lo que significa la pérdida de Ucrania para los rusos. El balneario en el Mar Negro es muy valorado por ellos, porque, en 1954, Nikita Kruschev transfirió a Ucrania nada menos que Odessa y Yalta, sin imaginarse que Ucrania iba a ser una república independiente.

Con estos pensamientos rusos en la cabeza, salgo de la ópera en Nueva York, y como para mejor masticarlos, voy sorteando la espesa nieve en una noche en que la temperatura ha bajado a 10 grados bajo cero.

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