Días de vino y rosas...Oler, tocar, probar, recordar...‏

ColumnistasDiario El Mercurio, Martes 21 de enero de 2014http://www.elmercurio.com/blogs/2014/01/21/18833/Dias-de-vino-y-rosas.aspxDGustavo Santander
Hubo un tiempo en el que conocí a una mujer que no sabía cocinar. También era verano, aunque teníamos trece años menos de los que contamos ahora. Supe que carecía de ese talento cuando -en un supermercado- le pedí que me trajera un poco de albahaca y trajo cualquier otra cosa. Pensé que nadie podía confundir el olor de esa hierba, pero me di cuenta de que tomó el ramo por intuición, sin olerlo. Saber cocinar involucra aprender a oler, a tocar, a probar. Yo aprendí a cocinar desde chico porque vengo de una familia que demostraba su cariño en la mesa. Aunque mi padre no sabe freír ni un huevo, mi madre se esmeraba en preparar recetas que había heredado o anotado en un cuaderno que guardaba en la cocina. El hecho es que cuando conocí a esa mujer yo no vivía en Chile: había ido a California a estudiar dos semestres. Nos conocimos allá, mientras ambos intentábamos terminar esos estudios. Ella había nacido en Brooklyn, pero decidió cambiarse a la costa oeste, maravillada por las playas y el clima. Se llamaba Felicity -como su abuela-, aunque todos le decíamos Kippy; era nieta de irlandeses y el cabello rojo, el sinfín de diminutas pecas que se esparcían por sus mejillas y unos ojos verde pálido parecían ser parte de esa herencia. Al terminar los estudios, acordamos pasar juntos los dos meses que me quedaban antes de volver a Santiago. Un amigo en común nos arrendó un pequeño departamento que tenía en Carmel, una ciudad al sur de San Francisco, y nos cambiamos para allá sin pensarlo, con esa incierta felicidad de quienes tienen los días contados. Era agosto y el clima se mostraba inmejorable: los días eran más largos y el sol alegraba las ganas. En ese momento decidí que cocinaría para ella casi a diario; que intentaría hacerla cocinar enseñándole primero a comer.
Durante ocho semanas vivimos como en un sueño; me dediqué a cocinar cosas que nos recordaran momentos o personajes de nuestras vidas: recetas que harían las veces de fotografías. Compramos libros de cocina y pasamos horas conversando y marcando páginas; rememoramos platos que comíamos de niños y otros que preparaba la gente que alguna vez amamos; ella se encargaba de elegir el vino y la música mientras yo guisaba (tenía un gusto musical increíble); por las mañanas íbamos juntos a comprar, y así descubrió el modesto placer de elegir los ingredientes. Un día le preparé una pasta que me encantaba comer cuando era niño, y otro ella llamó a su abuela para preguntarle cómo se hacía ese guiso irlandés de carne con cerveza negra con que celebraban el lugar de donde habían venido. En otra ocasión intentamos preparar un caldillo de congrio sin congrio (tuvimos que reemplazarlo por un producto local), mientras le contaba de la "Epopeya de las comidas y bebidas de Chile" y de las peleas entre Neruda y de Rokha. Intenté convencerla infructuosamente de probar las guatitas y hablamos de todas esas cosas que nuestros padres nos obligaron a comer formando traumas gastronómicos difíciles de remontar. Irremediablemente engordamos algunos kilos, pero disfrutamos de larguísimas sobremesas donde hablábamos de todo un poco, entusiasmados por el placer de tener la barriga y las copas llenas. Ahora que ha vuelto a llegar el verano, recuerdo su pelo rojizo esparcido en mis piernas, como si esos sesenta días aún fueran eternos.


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