Cruces por Gustavo Santander


Diario El Mercurio, Martes 07 de enero de 2014








Solíamos ser buenos amigos. 

Yo y Javier entramos 
a la misma carrera 
en la misma universidad. 

La primera vez que nos vimos 
estábamos en el patio de aquella facultad 
para conocer nuestros horarios y ramos. 

Si no hubiese sido por esa treta del destino, 
nunca habríamos cruzado palabra. 

Poco a poco nos fuimos haciendo cercanos. 

Nos unía la edad, el desorden, 
el mismo sentido del humor 
y unas conversaciones interminables 
remojadas en cervezas de litro. 

Al poco tiempo otros dos compañeros 
-Alejandro y Pato- aumentaron 
este círculo de confianza 
y entonces nos convertimos 
en cuatro tipos inseparables. 

Por lo menos una vez por semana 
nos íbamos a un bar en la calle Aguilucho, 
donde bebíamos un pipeño agrio y amarillento, 
convencidos de que esas conversaciones 
serían el germen de algo grande. 

Fueron tres años 
de una amistad 
compacta y entrañable, 
de fines de semana en la playa 
y fiestas que terminaban al amanecer, 
de secretos que 
custodiábamos como carcerberos 
y anécdotas que repetíamos 
cada vez que necesitábamos 
exaltar aún más este vínculo.

Al cuarto año, sin embargo, algo pasó: 
Javier decidió cambiar de carrera y de universidad, 
Pato comenzó a pololear con una chica un poco insoportable 
y yo me fui perdiendo por ahí, influenciado por una chica 
con la que salía en esa época. 

Alejandro, que se había cambiado de casa 
algunos meses antes, resintió el golpe 
y se refugió en su polola de toda la vida, 
una estudiante de medicina 
de la cual se separaría un año después. 

Por alguna razón, 
esto que habíamos conformado 
comenzaba a resquebrajarse poco a poco, 
y así siguió agrietándose 
hasta que, casi sin darnos cuenta, 
nos dejamos de ver. 

Ellos, mis tres mejores amigos, 
desaparecieron de mi vida por varios años.

Y ahora que comienza el año, 
como si se tratara de un designio, 
me topo en mi biblioteca 
con un libro de tapas roídas 
que me regaló Javier hace dos décadas. 

Recuerdo bien la escena: 
habíamos viajado a Cusco 
y los cuatro alojábamos 
en una habitación de un hostal barato; 
Javier volvía de dar una vuelta 
y trajo ese libro celeste en la mano, 
que me lanzó para que lo tomara. 

A ti que te gusta leer, me dijo. 

Dos días más tarde 
estábamos en un tren, 
esperando bajar en el punto 
para hacer el Camino Inca 
hasta Machu Picchu. 

Los años lo han decolorado, 
pero aún se deja leer con dignidad. 

Al hojearlo me doy cuenta 
que un trozo de una cajetilla de cigarros 
marca una página con un párrafo subrayado. 

Las líneas destacadas tienen un tufo profético: 

"En la vida, en realidad, 
no hacemos más 
que cruzarnos con las personas. 

Con unas conversamos cinco minutos, 
con otras andamos una estación, 
con otras vivimos dos o tres años, 
con otras cohabitamos diez o veinte. 

Pero en el fondo no hacemos 
sino cruzarnos (el tiempo no interesa), 
cruzarnos y siempre por azar. 

Y separarnos siempre".

Comment:

Sólo un tufo profético tiene aquel párrafo final del libro citado.  
La columna previa contradice esa profecía, 
porque el tufillo de las conversaciones 
y la amistad desplegada en torno 
a ese pipeño agrio de un bar de la calle Aguilucho, 
no muy lejos del Campus Oriente de la Católica, 
dejó huellas profundas en Gustavo 
y el sentimiento y la nostalgia que aflora en cada palabra, 
denota que aunque la vida o la muerte 
separe a las parejas o a los amigos, 
la existencia queda marcada 
por estos cruces aparentemente azarosos.

1 comentario:

  1. Solíamos ser buenos amigos.

    Yo y Javier entramos
    a la misma carrera
    en la misma universidad.

    La primera vez que nos vimos
    estábamos en el patio de aquella facultad
    para conocer nuestros horarios y ramos.

    Si no hubiese sido por esa treta del destino,
    nunca habríamos cruzado palabra.

    Poco a poco nos fuimos haciendo cercanos.

    Nos unía la edad, el desorden,
    el mismo sentido del humor
    y unas conversaciones interminables
    remojadas en cervezas de litro.

    Al poco tiempo otros dos compañeros
    -Alejandro y Pato- aumentaron
    este círculo de confianza
    y entonces nos convertimos
    en cuatro tipos inseparables.

    Por lo menos una vez por semana
    nos íbamos a un bar en la calle Aguilucho,
    donde bebíamos un pipeño agrio y amarillento,
    convencidos de que esas conversaciones
    serían el germen de algo grande.

    Fueron tres años
    de una amistad
    compacta y entrañable,
    de fines de semana en la playa
    y fiestas que terminaban al amanecer,
    de secretos que
    custodiábamos como carcerberos
    y anécdotas que repetíamos
    cada vez que necesitábamos
    exaltar aún más este vínculo.

    Al cuarto año, sin embargo, algo pasó:
    Javier decidió cambiar de carrera y de universidad,
    Pato comenzó a pololear con una chica un poco insoportable
    y yo me fui perdiendo por ahí, influenciado por una chica
    con la que salía en esa época.

    Alejandro, que se había cambiado de casa
    algunos meses antes, resintió el golpe
    y se refugió en su polola de toda la vida,
    una estudiante de medicina
    de la cual se separaría un año después.

    Por alguna razón,
    esto que habíamos conformado
    comenzaba a resquebrajarse poco a poco,
    y así siguió agrietándose
    hasta que, casi sin darnos cuenta,
    nos dejamos de ver.

    Ellos, mis tres mejores amigos,
    desaparecieron de mi vida por varios años.

    Y ahora que comienza el año,
    como si se tratara de un designio,
    me topo en mi biblioteca
    con un libro de tapas roídas
    que me regaló Javier hace dos décadas.

    Recuerdo bien la escena:
    habíamos viajado a Cusco
    y los cuatro alojábamos
    en una habitación de un hostal barato;
    Javier volvía de dar una vuelta
    y trajo ese libro celeste en la mano,
    que me lanzó para que lo tomara.

    A ti que te gusta leer, me dijo.

    Dos días más tarde
    estábamos en un tren,
    esperando bajar en el punto
    para hacer el Camino Inca
    hasta Machu Picchu.

    Los años lo han decolorado,
    pero aún se deja leer con dignidad.

    Al hojearlo me doy cuenta
    que un trozo de una cajetilla de cigarros
    marca una página con un párrafo subrayado.

    Las líneas destacadas tienen un tufo profético:

    "En la vida, en realidad,
    no hacemos más
    que cruzarnos con las personas.

    Con unas conversamos cinco minutos,
    con otras andamos una estación,
    con otras vivimos dos o tres años,
    con otras cohabitamos diez o veinte.

    Pero en el fondo no hacemos
    sino cruzarnos (el tiempo no interesa),
    cruzarnos y siempre por azar.

    Y separarnos siempre".

    Comment:



    Sólo un tufo profético tiene aquel párrafo final del libro citado.

    La columna previa contradice esa profecía,

    porque el tufillo de las conversaciones

    y la amistad desplegada en torno

    a ese pipeño agrio de un bar de la calle Aguilucho,

    no muy lejos del Campus Oriente de la Católica,

    dejó huellas profundas en Gustavo

    y el sentimiento y la nostalgia que aflora en cada palabra,

    denota que aunque la vida o la muerte

    separe a las parejas o a los amigos,

    la existencia queda marcada

    por estos cruces aparentemente azarosos.

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