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ASCANIO CAVALLO, DIARIO LA TERCERA, SÁBADO 7 DE DICIEMBRE DE 2013
¿Cómo se gobierna con un grupo de siete partidos disímiles, movimientos sociales, fuerzas sindicales y demandas colectivas cruzadas? La Concertación debutó en el gobierno con 17 partidos, pero también, con un factor de unidad que tenía nombre y apellido: Augusto Pinochet. Veinticuatro años después, desaparecido ese factor, ¿hay algún otro que pueda sustituirlo? Y más precisamente, ¿hay algún modelo, alguna experiencia que lo haya logrado?
La respuesta puede estar a 1.900 kilómetros de Santiago, sobre el Atlántico, en el país más pequeño de Sudamérica: Uruguay. Todos los proyectos de gobierno aspiran a desarrollar su propio camino, pero las inteligencias más sofisticadas de la Nueva Mayoría han venido mirando con singular atención el caso uruguayo. La prensa de Montevideo registró en noviembre una visita del socialista Ricardo Solari, que, invitado por el Frente Amplio, declaró que Uruguay podía ser “un ejemplo” para Chile. Es posible que se haya tratado de una hipérbole de buena crianza, pero no de algo ajeno a los radares del bacheletismo.
Las razones son múltiples.
La primera es que el gobernante Frente Amplio uruguayo, medido sólo en número de grupos partidarios, es tres veces más complejo que la Nueva Mayoría chilena: lo integran 23 tiendas, sin contar movimientos y sindicatos, en un arco que va desde la Democracia Cristiana hasta el Partido Comunista e incluso un poco más allá. Con esa enorme diversidad, ya completa dos períodos en el gobierno. El Presidente José “Pepe” Mujica triunfó en el 2009 en segunda vuelta, con el 52,6%, y se da por cierto que su antecesor, Tabaré Vásquez, tiene la mejor opción para ser reelegido en octubre del 2014.
La segunda razón es una sintonía implícita entre las formas de liderazgo que acomodan tanto a las figuras del Frente Amplio como a Bachelet. Percibiendo esa tonalidad, Mujica eligió al Chile de Bachelet como su última visita al exterior antes de su elección en el 2009. De coincidir en el gobierno durante el 2014, Mujica y Bachelet serían los únicos líderes sudamericanos apoyados en los principales “atributos blandos”, la cercanía personal y la confianza social. Estas herramientas le han permitido a Mujica administrar las discrepancias dentro de su coalición y enfrentar conflictos nuevos, como el quebradero de cabeza que fueron durante el 2013 las huelgas de profesores.
Un tercer motivo, algo más abstracto, es que cualquier gobierno necesita proyectar sus propósitos en la selección de sus amistades. América Latina es hoy demasiadas cosas como para sustentar una vocación nítida. Parece claro que un gobierno de la Nueva Mayoría no tendría como referentes al kirchnerismo argentino ni al chavismo venezolano. Tampoco pondría el énfasis que ha colocado el gobierno de Piñera en el eje centroderechista formado por Perú, Colombia, Panamá y México.Parece más probable que quisiera abrir un nuevo eje en conjunto con Brasil y Uruguay.
La razón más importante, sin embargo, es el propio cambio que ha estado viviendo Chile. Lo que algunos llaman “izquierdización” podría denominarse mejor como “uruguayización”. ¿En qué consiste? Primero, en un cierto cansancio con las motivaciones de la competencia y el éxito capitalista. La proverbial simpatía de los uruguayos -políticos y ciudadanos- por los chilenos ha sido velada en los años recientes con el escepticismo respecto de la carrera frenética por el desarrollo y su concomitante descuido de los valores de la cultura, la asociatividad y la reflexión.
Segundo, en una valoración de los bienes públicos que sólo pueden ser incrementados mediante las reformas graduales y consensuadas, sin estridencia ni grandilocuencia, con una gran dosis de paciencia. La híper valoración de la democracia se expresa, al final, en que el Parlamento uruguayo es uno de los cuerpos legislativos más influyentes de Sudamérica en la construcción del gobierno. En cuanto al Frente Amplio, su principal factor de unidad es menos un adversario -una derecha debilitada-, que el ejercicio democrático en sí mismo, la reinvención dentro de la variedad.
Por fin, se expresa también en la aspiración a la igualdad por sobre el crecimiento, al menos en cuanto este último llegue a significar que grupos sociales relevantes se vayan quedando atrás. El igualitarismo es una piedra angular en la cultura política, laboral y social uruguaya, de donde nace la paradoja de que sus elites estén continuamente discutiéndose a sí mismas.
Desde luego, también son voluminosas las diferencias entre ambas sociedades, y no sólo en términos demográficos. Uruguay tiene baja eficiencia productiva y su orientación al servicio es débil, cuando no remolona. Es el país más laico del continente y, sin embargo, uno de los que cultiva con más vigor los lazos de familia. Su estructura de partidos no se parece en nada a la de Chile, pero ambos países se disputan los índices de más baja corrupción en Sudamérica.
El desplazamiento que ha vivido la sociedad chilena desde los valores predominantes en los 90 -con el emprendimiento y la acumulación a la cabeza- hacia las demandas de inclusión, participación y equidad de los últimos años acerca a Chile a la dirección que ha seguido Uruguay. El Frente Amplio no fue viable en el río de la Plata hasta que la matriz autoritaria -un partido, un color, un proyecto hegemónico- que sostenía la gobernabilidad fue sustituida por la olla de grillos que mejor podía conciliar la diversidad de los reclamos sociales. Nadie puede asegurar que la Nueva Mayoría consiga lo mismo, pero tanto su desarrollo como el contexto en que se produce guardan un innegable parecido.

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