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Columnistas
Diario E Mercurio, Jueves 10 de octubre de 2013

El niño y el río

"En tus notables cuentos y novelas sacaste del olvido un mundo que comenzó a desintegrarse con la reforma agraria, y ellos pueden ayudarnos a entender mejor una parte fundante de nuestra historia..."



He estado buscando cómo escribir sobre ti, y parece que voy a terminar por escribirte a ti. La idea me la dio otro amigo en común nuestro, que ante tu muerte veloz y estoica te escribió una carta en Facebook. La carta me parece el género adecuado para hablar de ti, que cultivaste el diálogo íntimo, generoso y gratuito. Le escribo, entonces, esta carta a Óscar Bustamante, un niño del Maule profundo y perdido, que anduvo entre nosotros disfrazado de adulto desgarbado y trato fino, de arquitecto y escritor.

Mi mujer me contó que entró hoy en una librería y preguntó por tu última novela, “Los últimos días de un irreverente”, y el librero le dijo que estaba agotada. ¡Agotada! Tuviste que morir para que algo se hablara de ti en la “escena” literaria local, más preocupada de la mirada de la crítica literaria que se hace en Madrid que de desentrañar lo propio, esa “aldea remota y presuntuosa” que somos.

Tú fuiste de los pocos que decidiste narrar un trozo de tu provincia y de tu infancia, no tuviste complejos en contar ese Maule del que fuiste parte y extranjero a la vez. Por eso, tal vez, tu muerte no fue primera plana: el mismo día fallecía un norteamericano autor de best sellers, y eso pesó más que tus notables cuentos y novelas. En ellos sacaste del olvido un mundo que comenzó a desintegrarse con la reforma agraria, y ellos pueden ayudarnos a entender mejor una parte fundante de nuestra historia.

¿Por qué negamos esa ruralidad que fuimos y tal vez sigamos siendo en el fondo? Como Rulfo, que supo extraer belleza de un mundo seco y de muertos, y Guimaraes Rosa, que visibilizó un Brasil hasta entonces poco conocido, tú descendiste a Santa Rosa de Lavaderos, a la casa de adobe de tu infancia, al impetuoso río Maule de los inviernos de antes, a los cerros de vegetación autóctona que todavía no había sido arrasada por los bosques de pinos, y eso lo narraste. Lograste dibujar, para tus pocos pero fieles lectores, lugares sin “glamour”, de una austeridad y precariedad chilenas únicas, hoy definitivamente extintas.

Escribiste en la frontera entre un Chile que ya se fue —el de las lámparas a parafina que tu padre encendía en los marcados inviernos— y otro que viene, patéticamente aspiracional, y que caricaturizaste de manera tan doliente y sarcástica en tu última novela.

También alcanzaste a bucear en este Chile otrora provinciano y ahora “venido a más”, del que Talca puede ser la gran metáfora. Ciudad conventual y arrasada por los terremotos, espacio asfixiante de “cuchicheos” y del “qué dirán”, mezcla letal de beatería y arribismo, plaza de armas y concentrado de todos nuestros peores defectos y virtudes, pero donde el paisaje —el gran personaje de fondo— es lo que todavía nos salva.

Así, en una cena de Navidad contada en tu última novela (y en la que parodias a Proust, pero en clave talquina) vas desnudando magistralmente a los arquetipos de nuestra siutiquería local, pero tu mirada no deja de posarse nunca en la naturaleza, que parece sobrevivir pura e incólume, más allá de todo. Dices: “En la lejanía oriental, la luz agonizaba en los farellones andinos; luz y sombra en los cañones profundos socavados durante miles de años por los torrentes de los ríos, una atmósfera que asocié al color de bronces del atardecer y que una leve brisa de vientos del sur convertía en espejismos”.

Ahora que partiste no sabemos a qué paisaje o ausencia, retengo el gesto del protagonista de tu novela “El jugador de rugby”: el niño recién llegado a Inglaterra, llevado por sus padres a un internado, guarda un secreto en su bolsillo. Ahí tiene una pequeña piedra que sacó como talismán del río Maule y que llevó hasta allí y que repasa con sus dedos, como aferrándose a un pedazo de su país ahora lejano. Ese niño eres tú, y ese río y sus piedras resuenan en ti. Y no estás en ninguna parte, sino en el límite entre lo perdido y lo hallado. En un Chile que se fue, en un Chile que se nos fue para siempre contigo.

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