La guaracha del programa POR ASCANIO CAVALLO

 DIARIO LA TERCERA 26 DE OCTUBRE DE 2013



Al demorado programa de la Nueva Mayoría se le exige mucho más de un objetivo y, como en la boa que se come a sí misma, esas demandas son la primera razón de su retraso. Hay quienes piensan que la tardanza revela las contradicciones de un pacto que pasó de cuatro partidos a siete.
A fines de 1989, cuando Pinochet se preparaba para dejar el poder, los equipos políticos del Presidente electo, Patricio Aylwin, llegaron a una conclusión central: en un gobierno de cuatro años no podrían hacer todo lo que el programa de la Concertación se proponía. Las razones eran muchas, pero había una predominante: la derecha era una fuerza electoral relevante y había expresado ese poder en los resultados parlamentarios. En los cuatro años siguientes, la UDI batió un récord en la exhibición de esos límites: se opuso a todos los proyectos de reforma del gobierno, aunque en muchos casos no logró bloquearlos.
En función de tal panorama, los equipos de Aylwin se propusieron concentrar al gobierno en un solo gran objetivo para el cuatrienio. Sería, sin embargo, un objetivo de dimensiones inmensas: pacificar al país después de tres décadas de confrontaciones violentas. Por supuesto, eso no significaba que cada ministro, cada funcionario, cada parlamentario no buscara avanzar dentro de sus propios terrenos.
En los años siguientes ha habido solamente otros dos gobiernos de cuatro años: el de Michelle Bachelet y el de Sebastián Piñera. Y aunque ambos quisieran mostrar una panoplia de éxitos, es probable que sean recordados por dos hechos: el de Bachelet, por introducir una idea de la protección social cuya mejor expresión fue la reforma previsional; y el de Piñera, por presionar al aparato del Estado con criterios de gestión de excelencia, cuya traducción más adecuada ha sido la reconstrucción tras el terremoto de 2010. También, por supuesto, a ambos se les cayeron muebles en esos esfuerzos: la protección no llegó a la educación con Bachelet y a Piñera se le deterioraron dos de los organismos estrella del Estado, el INE y el Registro Civil.
Al demorado programa de la Nueva Mayoría se le exige mucho más de un objetivo y, como en la boa que se come a sí misma, esas demandas son también la primera razón de su retraso. Hay quienes piensan -no sin alguna razón- que la tardanza del programa revela las contradicciones de un pacto político que pasó de cuatro partidos a siete, cargando un tanto la mano hacia la izquierda.
Si esto tiene algo de cierto, también lo es que la popularidad de la candidata de la Nueva Mayoría se ha mantenido al margen de lo que al final será su programa. Es decir, no tiene mucho que ganar con la explicitación de sus propuestas. Hay cierta idea, no tan vaga, acerca de lo que ella podría privilegiar y de lo que podría proponer. Pero, aun así, la necesidad del programa resulta inesquivable, porque es lo que les da a las elecciones un cierto componente racional, sin el cual el gobierno se convierte en un amasijo de instintos.
A estas alturas, no es sensato esperar grandes novedades. A lo largo de los meses de campaña ha quedado claro que el programa de Bachelet tendrá no uno, sino tres grandes objetivos: una gran reforma educacional, una fuerte reforma tributaria y una nueva Constitución.
Si estas tres transformaciones son sometidas a la prueba ácida de los años de Aylwin, la primera pregunta es si tendrá la fuerza parlamentaria para acometerlas. La segunda es si se pueden conseguir en cuatro años.
Ya se ha anticipado que la reforma educacional será progresiva, porque no podría ser de otra manera: la recentralización de la enseñanza pública básica y media supone traspasar una carga que para muchos municipios resulta insoportable hacia un Estado cuya obesidad crece y crece. Aun sin tener un juicio acerca de lo apropiado de esta conversión, es notorio que no podrá completarse de un día para otro, ni en los 100 primeros días, ni siquiera en el primer año. Sin hablar todavía de la educación superior, universitaria, técnico-profesional, técnica y de posgrados. Es probable que sea un proceso que no haya concluido en el 2018.
La reforma tributaria tiene más de un parecido: sus dos ejes principales, la eliminación del FUT y la reversión de la relación entre impuestos a las empresas e impuestos a las personas, exigen pasos progresivos, con un ojo puesto en el crecimiento y el otro en la recaudación. Los cambios en las reglas tributarias tienen efectos colaterales que los especialistas de Bachelet no desconocen; pueden mejorar la gestión de un gobierno tanto como pueden arruinarlo. En concordancia con esa prudencia, ya se ha dicho que el cambio se prolongará hasta el 2017.
¿Y la nueva Constitución? Uf. Al de Pinochet, el régimen con más poder que haya tenido Chile, le tomó cinco años elaborar un texto que se discutió hasta el último mes, la última semana, con el truculento plebiscito de 1980 ya preparado. Y ese fue un debate entre iguales, no entre mayorías y minorías. En 30 años, tal Constitución ha sido la más reformada de toda la historia y la incomodidad con ella sigue viva, no en un artículo, sino en muchos. ¿Alcanzan cuatro años para redactar una nueva, una que, digamos, aspire al menos a un consenso razonable?
Es posible que con estos tres megaproyectos la Nueva Mayoría satisfaga sus múltiples ansiedades. Pero no es claro que recoja la ya remota y sabia decisión de los años de Aylwin.

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