Diario La Segunda, Viernes 04 de Octubre de 2013
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El bloqueo del presupuesto norteamericano debido a la división de los votos republicanos y demócratas, aunque no ocurre por primera vez, demuestra que la gran República del norte, gobernada con un relativo consenso durante casi toda su historia, ya no es lo que era. El centro político, donde las coincidencias entre un bando y otro eran evidentes, cosa que le daba al país una enorme gobernabilidad, está amenazado, erosionado. Uno se pregunta si no es un fenómeno universal, una peste moderna que se propaga en gran escala y que ataca los centros vitales del poder. Un Estados Unidos ingobernable no es poco decir, aunque podemos calcular que Barack Obama usa el conflicto para desacreditar y arrinconar a sus adversarios. Pero el tema de la división interna, de la guerra intestina no declarada, no sólo es de allá. Da la impresión de que se extiende por todas partes: de que es una de las debilidades más propias del mundo de estos días. La guerra fría, por necesidad, por miedo al arma nuclear, producía cohesión en el interior de cada bloque. Parece que ahora, en cambio, muchos países pierden el norte y navegan a la deriva. Algunos tienden a desintegrarse, a regresar a sus pasados medievales. Hay indicios por todos lados de que Chile podría contagiarse con esta peste divisionaria. Hace algún tiempo hemos sido atacados por sectarismos, ideologismos, formas de integrismo, que habían desaparecido de la vida chilena y que de repente han vuelto con verdadera virulencia. Un grupo anuncia que emprenderá acciones legales contra el general Matthei, acusándolo del asesinato del general Bachelet. Es de una truculencia extraordinaria, si se miran los contextos, las amistades, las historias personales. Pero ningún miembro de la familia Bachelet se había comprometido en una acción parecida, lo cual debería obligarnos a reflexionar un poco. Y el Partido Comunista de hoy entabla querella por el asesinato de Pablo Neruda, en circunstancias de que el partido de Volodia Teitelboim y de Luis Corvalán, esto es, el de ayer y antes de ayer, conocía en detalle la enfermedad terminal que aquejaba al poeta. ¿Se trata entonces de agitar por agitar, de provocar un clima de guerra civil a toda costa, de actuar contra las posibilidades ciertas de Chile de seguir en una línea de desarrollo, de estabilidad política, de respeto al estado de derecho? Nosotros, todos nosotros, en el último 11 de septiembre, perdimos la posibilidad de hacer una reflexión seria, con libertad de espíritu, con inteligencia abierta, sobre la gran crisis de hace cuarenta años. Perdimos esa oportunidad, por estrechez, por dogmatismo, y vamos a arrepentirnos bastante pronto.
En Europa, desde Francia, sigo con atención los sucesos de Alemania. Me parece que uno de los secretos de la fuerza de Alemania reside en una política interna menos dividida, menos sectaria, menos intolerante, menos ideológica que la de otros estados europeos. Las reformas económicas que algunos llaman de derecha, las que redujeron el costo del trabajo, las que favorecieron, en último término, el empleo, las que mejoraron la competencia de las industrias germánicas, fueron hechas por un Canciller de centro izquierda, Gerard Schroeder. Sé que Schroeder llamó a personas diversas, competentes, de diferentes partidos o independientes, para que colaboraran con él. Llamó a un amigo mío, novelista, que había pasado largos años en universidades norteamericanas y que al regresar a Berlín escribió un artículo crítico del panorama en su país. Schroeder, en otras palabras, deseaba escuchar las críticas y no vacilaba en pedir ayuda para enderezar las respectivas situaciones.
Los rasgos personales de Angela Merkel que conocí por la prensa en los días de las elecciones me parecieron sencillos, enigmáticos en su sencillez, siempre interesantes. Ella se formó en Alemania Oriental, en los años del Muro de Berlín, y no tuvo más remedio que militar en las juventudes comunistas. Se acostumbró a hablar poco, a fijarse en los problemas con gran atención, a no salir a vociferar a las calles y a romper vidrios por cualquier motivo, o sin necesidad de motivo. No se ha mudado hasta ahora del departamento donde vivió, en el centro de Berlín, desde antes de ser elegida Canciller del país más poderoso de Europa. Como conoció las ceremonias del comunismo estalinista y escuchó hablar de las del hitlerismo, desconfía de toda clase de ceremonias y confía en la sencillez, en la prudencia, en la manera equilibrada y civilizada de tratar los asuntos de Estado. Hace sus compras en el supermercado del barrio y forma cola como todo el mundo. Pero nadie se le acerca, nadie le hace preguntas estúpidas, nadie le pide autógrafos. Los berlineses respetan la privacidad y pensarían que interpelar a la señora Merkel, interrumpirla en sus quehaceres cotidianos, sería una falta completa de tacto. A mí, en Santiago de Chile, en el Drugstore de Providencia, un señor con cara de energúmeno me cortó el paso y me dirigió toda clase de improperios por haberme atrevido a criticar en mis columnas la política de Hugo Chávez. Ya ven ustedes, no tenemos remedio. A lo mejor me instalo en el centro de Berlín a pasar mis últimos días, contemplando con curiosidad los avatares de la política alemana. Pero allá siempre me puede tocar el último de los energúmenos playeros y nostálgicos.
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