por Matías Rivas
Diario La Tercera, viernes 19 de julio de 2013
Mi relación con el sueño
se ha puesto cada vez más difícil.
Sufro de insomnios varias veces a la semana.
Leo para olvidar que no estoy durmiendo,
hasta que llega un momento que siento
arenilla en los ojos y tengo que cerrarlos.
Es la etapa más cruel del desvelo
pues el cuerpo está murmurando
en otro idioma que el ánimo.
He diseñado formas de sobrevivir
a esta calamidad sin tomar pastillas.
No hay que perder la paciencia ni caer en la furia.
La rabia solo aumenta la imposibilidad de descansar.
Lo que hago, entonces,
es comer dulces
y sumergirme en YouTube.
Miro videos de música,
reviso lo que está en la cresta de la ola
y, finalmente, caigo en una nueva práctica,
una especie de pedagogía para la madurez:
reviso imágenes de pensadores que me intrigan,
en especial, aquellos que cuando los leí
me costaba imaginármelos como figuras
por su densidad o hermetismo.
He pasado horas de horas escuchando
y viendo a Jacques Lacan en clases.
Es impresionante
el nivel performático que posee;
es un actor consumado que maneja
desde su vestimenta hasta los pasos que da,
los cigarros que enciende, los silencios que inflige,
las muecas que pone, sus imprecaciones súbitas
y el humor oscuro que expele.
He llegado a conjeturar
que para comprender a Lacan
en pleno hay que verlo.
Parte de su obra son sus seminarios,
en los que su eminencia está expuesta
no sólo por lo que dice,
sino también por cómo
captura creyentes en su fe atea.
Lacan va pensando mientras habla.
No es directo;
es sinuoso y digresivo,
enfático y payaso.
Ayer un amigo argentino
me comentaba un video
que le había enviado días atrás.
Decía:
“Cada vez me gusta más
ver a Zizek y menos leerlo”.
Le contesté que me pasaba lo mismo.
Sus libros son pálidas sombras de sus exposiciones.
Zizek habla
un inglés cómico, casi primitivo,
sin embargo, es capaz de expresar
hasta lo más sutil y complejo.
Se expone ante sus auditorios
vestido como un rockero gordo y canoso.
Grita, farfulla, increpa y cuenta chistes
y películas para explicar a Hegel y a Marx.
Hay una conversación
entre Zizek y Julian Assange
sobre terrorismo cibernético,
que es para destaparle los sesos
a cualquier fanático
de las teorías de las conspiraciones.
Zizek, cuya Guía perversa del cine
es tan alucinante como sus intervenciones
sobre el amor, la discrepancia, la crítica,
en las que logra cumplir un papel único y lejano
a la ortodoxia académica.
Lo suyo es el pensamiento y el espectáculo.
En ambos se maneja con desparpajo.
Si tuviera que declarar
quién me ha seducido más,
no dudaría: Gilles Deleuze.
El documental El abecedario de Gilles Deleuze
y su conferencia sobre cine, ¿Qué es la creación?,
son piezas ejemplares de lo que es
un filósofo hablando en público,
con claridad y sin huir de los complejos
meandros a que todo desarrollo obliga.
Deleuze es capaz de dar definiciones,
polemizar, contar anécdotas,
examinar a otros autores de memoria
y reírse de sí mismo.
Tiene cara de enfermo
y demuestra sus aficiones de toda índole
descartando el pudor.
Por supuesto que tengo otras obsesiones.
Los documentales sobre arte
realizados por Robert Hughes,
como la serie The Shock of the New,
o cuando aparece entrevistando a Robert Crumb.
Lo mismo que los comerciales
que grabó Andy Warhol: uno de Burger King,
en el que aparece comiéndose con calma
una hamburguesa; y el otro de la marca
japonesa de casetes y equipos de música TDK.
Warhol como rostro televisivo
es tan pop como sus serigrafías de Marilyn.
El tiempo que he buscado su figura
en la mítica serie El crucero del amor
ha sido a fondo perdido. Jamás la he visto.
Como consuelo reviso
una y otra vez sus Screen Test,
en los que aparecen personajes
como las modelos Nico y Edie Sedwick,
captadas por una cámara impávida hasta la crueldad.
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