Un país que prospera con tecnologías y estrategias importadas sume a la mentalidad tradicional en la perplejidad y la agitación


Año Electoral 2013
Diario El Mercurio, Viernes 23 de agosto de 2013

Lectura del presente

"Sorprendente en una sociedad que solía preciarse de su madurez cívica es el desprestigio en que ha caído la política, como si los descontentos pensaran que una nación puede vivir sin ella..."


Carla Cordua
Filósofos, sociólogos y antropólogos han criticado últimamente los métodos y supuestos de la historiografía tradicional. Entre los frutos de esta crítica llama la atención el nuevo concepto de 'acontecimiento', entendido ahora como el surgimiento brusco e inesperado de un suceso importante capaz de redirigir la vida de una colectividad. Para que el acontecimiento abra posibilidades imprevistas y degrade el interés en el anterior curso de las cosas, es decir, para que se convierta en algo grande y decisivo, tiene que ser apreciado como tal. Ningún hecho histórico es un acontecimiento por sí solo. Aun el triunfo de un pueblo en una guerra o la caída de un aerolito sobre una ciudad se absorben y confunden en la marcha imperturbable de la historia si no tienen una acogida que les reconozca su carácter excepcional y responda a este de manera adecuada. La vivencia del gran suceso es tan decisiva como él mismo. La grandeza del hecho queda sellada por su recepción en la comunidad a la que adviene.

En Chile, hoy, el candidato más obvio al estatus de acontecimiento es el tránsito del subdesarrollo al desarrollo. Sin embargo, la acumulación de datos económicos que anuncian ese evento no se ha visto acompañada de la actitud receptiva necesaria para que su llegada tenga el significado que se le ha querido atribuir. Defraudando las expectativas de las clases acomodadas, el incremento notable del PNB per cápita durante el último cuarto de siglo no ha producido la satisfacción general que se esperaba. Antes bien, amplios sectores de la sociedad chilena, que habían aceptado resignados su parte en la nación, exhiben ahora una inquietud sin precedentes. Sorprendente en una sociedad que solía preciarse de su madurez cívica es el desprestigio en que ha caído la política, como si los descontentos pensaran que una nación puede vivir sin ella. No solo se percibe desdén hacia cada uno de los partidos representados en el Congreso, sino una tosca indiferencia ante lo público en general, como si se tratase de algo que tal vez concierne a otros pero no a mí. La situación no puede ser más alarmante: para salir de ella necesitaríamos todo lo que más notoriamente nos falta: la colaboración inteligente, la acción coordinada que frene las improvisaciones y los prontos, el sentido compartido de la responsabilidad por el conjunto.

Un factor, manifiesto en las noticias de casi todos los días, obstaculiza la recepción de los hechos como acontecimientos. Sin magnanimidad es imposible que los cambios se asuman con grandeza. Pero en los grupos dirigentes de nuestra sociedad, debido quizás al miedo y el aislamiento causados por la dictadura, o a la desmoralización inducida por décadas de inflación crónica, prevalecen hoy la mezquindad, la miopía cortoplacista, el temor a perder la más mínima ventaja en el reparto del bien común. Basta oír el clamor de las asociaciones empresariales cuando alguien sugiere eliminar o siquiera disminuir las franquicias que han ido infectando nuestro sistema tributario, o propone que el aporte de las empresas al erario público se aproxime a la proporción usual en los países desarrollados. El ventajismo mezquino es propagado por el pulular de leguleyos que se ofrecen para hallarle cinco pies al gato en cualquier incidente o accidente, a cambio de una parte sustanciosa de la indemnización que los tribunales pudieran otorgar por ello. Pero es sobre todo en las negociaciones políticas donde es más notoria la falta de generosidad de los partícipes, que, por eso mismo, se van hundiendo en el descrédito. Impactó el fiasco de las primarias parlamentarias legales no obstante el entusiasmo con que se había celebrado su instauración. Casi más decidora ha sido la tramitación del sueldo mínimo para 2013: en marzo pasado el Ejecutivo propuso fijarlo en $203.000, lo que significaba un aumento anual de $120.000; tras mucho tira y afloje quedó en $210.000 a partir de agosto, lo que reportará un aumento de $119.000 en el plazo que falta hasta marzo próximo.

Menos comentada, pero no menos sintomática de mezquindad, fue la decisión de reducir el período presidencial a cuatro años sin reelección. La nueva norma abrevia los malos gobiernos, pero otorga muy poco tiempo a los buenos. ¿Presumió el legislador que estos no son posibles en Chile?

Pero una razón más universal e insoslayable impide que el cacareado tránsito de Chile al desarrollo sea acogido como un acontecimiento por los chilenos. Nuestros dirigentes entienden el desarrollo en cifras. Como si el PNB per cápita de Gran Bretaña en 1939 pudiera dar cuenta de la entereza con que esa nación resistió el embate alemán en 1940. Sin embargo, atendiendo solo a lo económico, obviamente no es lo mismo un país que se enriquece porque inventa nuevas herramientas o diseña nuevos procedimientos productivos, que uno que prospera con tecnologías y estrategias importadas. El desarrollo de aquel supone el cambio de mentalidad que dio lugar a esos inventos. El de este sume a la mentalidad tradicional en la perplejidad y la agitación. Para salir de ella sería necesario un gran esfuerzo de recogimiento que nos devuelva el equilibrio desde el cual relanzar nuestro proyecto nacional.

Carla Cordua
Profesora de Filosofía
Academia Chilena de la Lengua

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