"Abuelito, dime tú..."
por Fernando Villegas
Publicado en La Tercera, 24 de noviembre de 2012
Seguramente fue alguien con un retorcido sentido del humor quien bautizó como Operación Heidi la diligencia policial que desbarató una red de prostitución infantil, la cual, dicho sea de paso, ya llevaba largo tiempo de existencia en el mercado del sexo. Este último es un concepto que incluye, hoy, no sólo o meramente un recinto -la tradicional “casa de putas“ de tiempos más ingenuos y sus eventuales e inocentes visitantes-, sino sitios web, catálogos de productos, celulares de contacto, casillas de e-mail, circuitos de distribución y, por cierto, una “cartera de clientes”. Más aún, la oferta contemporánea incluye menores de edad de ambos sexos. Y variando la oferta, varía la demanda, la naturaleza del cliente. El simple oficinista de antaño con ganas de parrandear un poco es ahora animal de mil rostros distintos, algunos francamente perversos. De ahí el hecho de que varios de los inculpados han resultado ser personas de avanzada edad, quizás no en condiciones de consumar el negocio en full, pero que hacían uso de niñitas para actividades eróticas que la conciencia occidental moderna considera impresentables, inmorales y punibles si se realizan entre un adulto y un o una menor de edad.
La publicidad que ha rodeado el caso ha sido devastadora. La clientela a la que hoy se procesa -y pueden ir saliendo más nombres- ha sido identificada en plenitud. No hay aquí “N.N”. Es gente que debe sentir literalmente que se les cayó la casa encima. Sus vidas profesionales y familiares han sido afectadas en grado mayúsculo. En cuanto a los gestores del negocio, sin duda ya avezados en materia de trajines policiales y procesales, es posible que afronten la situación como un gaje más del oficio. Después de pagar las penas que se les asignen, probablemente volverán a lo mismo.
Exorcismo
Que adultos y hasta octogenarios se enreden con niñitas golpea la conciencia como un hecho aborrecible e inaceptable, porque así lo es de acuerdo a nuestro sistema de valores; es más, podemos agregar que este sistema es superior a cualquier otro que haya existido y fuese permisivo con esas prácticas. La “relatividad” de las culturas no llega tan lejos como para considerar sólo culturalmente cambiante, y por tanto casi indiferente, que se permita o no a un niño vivir plenamente su infancia. Sin embargo, dicho y aceptado eso, ni la reacción escandalizada ni la punitiva que seguirá sirven de mucho para entender el porqué y el cómo de lo que, a primera vista, aparece como una excepción monstruosa cometida por villanos deleznables.
¿O quizás en verdad lo entendemos? Quizás entendemos perfectamente bien, pero sin querer hacerlo, sin atrevernos a reconocerlo, que dichos actos y/o la posibilidad de cometerlos no es tan excepcional, no es tan extraña y, por tanto, no es tan ajena a nosotros, los “normales”; precisamente por eso, porque sospechamos nuestra proximidad al abismo, reaccionamos con gran y manifiesto horror. Lo hacemos, entonces, no tanto como reacción ante un hecho increíble protagonizado por unos monstruos, sino, al contrario, porque el asunto es bastante más frecuente de lo que nos gusta creer y además, peor aun, porque los protagonistas no son tan distintos de nosotros.
Seamos honestos: estos incidentes tan ruidosos y escandalosos en la esfera pública son los que nos recuerdan, en la esfera privada, en la interioridad de nuestras conciencias, que el sexo es enormemente poderoso, y está presente y acecha todo el tiempo dentro de nosotros mismos. Por eso, fácilmente puede desbordarse y llevarnos por caminos prohibidos. Bien sabemos que nadie está libre de las más perversas tentaciones, a veces a duras penas contenidas; bien sabemos que a menudo nuestras fantasías son incomunicables, incluso a los amigos; en todos los sentidos, cada uno de nosotros sabe que camina no muy lejos del borde de un volcán. Nos horrorizamos, entonces, porque sospechamos que si se dieran ciertas circunstancias, oportunidades o debilidades, podríamos caer en las mismas o parecidas conductas. De ahí que la punición de los sorprendidos es una suerte de exorcismo para extraer de nosotros, con la liturgia del castigo público y feroz, el demonio que nos susurra al oído todo el tiempo.
Desastres surtidos
Por la misma razón, por la universalidad y poderío de esa fuerza, es que en el registro de la historia hasta los hombres y mujeres más grandes y célebres, gente mejor, más sabia, más valiente y más inteligente que nosotros, aun entre ellos abundan, en el curso de sus vidas, desastres surtidos originados en una desviación, provocados por un desliz o varios, por un paseo que parecía sólo breve visita a los infiernos. Por practicarse una modalidad de sexo prohibido -en sus formas o por sus protagonistas- han caído reinos, se han derrumbado imperios, se han perdido guerras, se han desmoronado reputaciones, han terminado carreras, ha habido suicidios, exilios, asesinatos, huidas, raptos, amputaciones -Eloísa y Abelardo- y también farsas y comedias. De todo eso la ópera, la opereta, la novela y hasta la Ilíada han hecho inagotable material de sus relatos. Tal vez Troya no hubiera caído en manos de los helenos a no ser por el amor que Aquiles le profesaba a Patroclo, su amante.
Miremos...
Andémonos entonces con cuidado para no caer ni en la hipocresía ni en el santurrón pensamiento de que estamos inmunes porque somos “gente decente”; miremos también a nuestro alrededor y reconozcamos que, además del poderío intrínseco de esta fuerza, hoy se suma a eso el hecho de que los controles y filtros que toda sociedad pone para regularla están seriamente debilitados. El sexo nos estimula y acicatea por doquier: lo hace en las revistas, en los spots comerciales, en el cine, en la televisión, en la web, en las novelas -acaba de ponerse de moda una especie de Corín Tellado 2.0 en calzoncillos-, en los afiches, etc., etc. Se cultiva el cuerpo, el “body”, el fitness, la exhibición de sus partes, el pantaloncito a medio traste, los calzones a la vista. El sexo vende, el sexo crece, se apodera día a día y aun más de nuestras almas, y se nos ofrece mentirosamente como atajo para eludir todas las infelicidades con el espasmo del placer. Y esa escalada, tarde o temprano, conduce a los precipicios.
Seguramente fue alguien con un retorcido sentido del humor quien bautizó como Operación Heidi la diligencia policial que desbarató una red de prostitución infantil, la cual, dicho sea de paso, ya llevaba largo tiempo de existencia en el mercado del sexo. Este último es un concepto que incluye, hoy, no sólo o meramente un recinto -la tradicional “casa de putas“ de tiempos más ingenuos y sus eventuales e inocentes visitantes-, sino sitios web, catálogos de productos, celulares de contacto, casillas de e-mail, circuitos de distribución y, por cierto, una “cartera de clientes”. Más aún, la oferta contemporánea incluye menores de edad de ambos sexos. Y variando la oferta, varía la demanda, la naturaleza del cliente. El simple oficinista de antaño con ganas de parrandear un poco es ahora animal de mil rostros distintos, algunos francamente perversos. De ahí el hecho de que varios de los inculpados han resultado ser personas de avanzada edad, quizás no en condiciones de consumar el negocio en full, pero que hacían uso de niñitas para actividades eróticas que la conciencia occidental moderna considera impresentables, inmorales y punibles si se realizan entre un adulto y un o una menor de edad.
La publicidad que ha rodeado el caso ha sido devastadora. La clientela a la que hoy se procesa -y pueden ir saliendo más nombres- ha sido identificada en plenitud. No hay aquí “N.N”. Es gente que debe sentir literalmente que se les cayó la casa encima. Sus vidas profesionales y familiares han sido afectadas en grado mayúsculo. En cuanto a los gestores del negocio, sin duda ya avezados en materia de trajines policiales y procesales, es posible que afronten la situación como un gaje más del oficio. Después de pagar las penas que se les asignen, probablemente volverán a lo mismo.
Exorcismo
Que adultos y hasta octogenarios se enreden con niñitas golpea la conciencia como un hecho aborrecible e inaceptable, porque así lo es de acuerdo a nuestro sistema de valores; es más, podemos agregar que este sistema es superior a cualquier otro que haya existido y fuese permisivo con esas prácticas. La “relatividad” de las culturas no llega tan lejos como para considerar sólo culturalmente cambiante, y por tanto casi indiferente, que se permita o no a un niño vivir plenamente su infancia. Sin embargo, dicho y aceptado eso, ni la reacción escandalizada ni la punitiva que seguirá sirven de mucho para entender el porqué y el cómo de lo que, a primera vista, aparece como una excepción monstruosa cometida por villanos deleznables.
¿O quizás en verdad lo entendemos? Quizás entendemos perfectamente bien, pero sin querer hacerlo, sin atrevernos a reconocerlo, que dichos actos y/o la posibilidad de cometerlos no es tan excepcional, no es tan extraña y, por tanto, no es tan ajena a nosotros, los “normales”; precisamente por eso, porque sospechamos nuestra proximidad al abismo, reaccionamos con gran y manifiesto horror. Lo hacemos, entonces, no tanto como reacción ante un hecho increíble protagonizado por unos monstruos, sino, al contrario, porque el asunto es bastante más frecuente de lo que nos gusta creer y además, peor aun, porque los protagonistas no son tan distintos de nosotros.
Seamos honestos: estos incidentes tan ruidosos y escandalosos en la esfera pública son los que nos recuerdan, en la esfera privada, en la interioridad de nuestras conciencias, que el sexo es enormemente poderoso, y está presente y acecha todo el tiempo dentro de nosotros mismos. Por eso, fácilmente puede desbordarse y llevarnos por caminos prohibidos. Bien sabemos que nadie está libre de las más perversas tentaciones, a veces a duras penas contenidas; bien sabemos que a menudo nuestras fantasías son incomunicables, incluso a los amigos; en todos los sentidos, cada uno de nosotros sabe que camina no muy lejos del borde de un volcán. Nos horrorizamos, entonces, porque sospechamos que si se dieran ciertas circunstancias, oportunidades o debilidades, podríamos caer en las mismas o parecidas conductas. De ahí que la punición de los sorprendidos es una suerte de exorcismo para extraer de nosotros, con la liturgia del castigo público y feroz, el demonio que nos susurra al oído todo el tiempo.
Desastres surtidos
Por la misma razón, por la universalidad y poderío de esa fuerza, es que en el registro de la historia hasta los hombres y mujeres más grandes y célebres, gente mejor, más sabia, más valiente y más inteligente que nosotros, aun entre ellos abundan, en el curso de sus vidas, desastres surtidos originados en una desviación, provocados por un desliz o varios, por un paseo que parecía sólo breve visita a los infiernos. Por practicarse una modalidad de sexo prohibido -en sus formas o por sus protagonistas- han caído reinos, se han derrumbado imperios, se han perdido guerras, se han desmoronado reputaciones, han terminado carreras, ha habido suicidios, exilios, asesinatos, huidas, raptos, amputaciones -Eloísa y Abelardo- y también farsas y comedias. De todo eso la ópera, la opereta, la novela y hasta la Ilíada han hecho inagotable material de sus relatos. Tal vez Troya no hubiera caído en manos de los helenos a no ser por el amor que Aquiles le profesaba a Patroclo, su amante.
Miremos...
Andémonos entonces con cuidado para no caer ni en la hipocresía ni en el santurrón pensamiento de que estamos inmunes porque somos “gente decente”; miremos también a nuestro alrededor y reconozcamos que, además del poderío intrínseco de esta fuerza, hoy se suma a eso el hecho de que los controles y filtros que toda sociedad pone para regularla están seriamente debilitados. El sexo nos estimula y acicatea por doquier: lo hace en las revistas, en los spots comerciales, en el cine, en la televisión, en la web, en las novelas -acaba de ponerse de moda una especie de Corín Tellado 2.0 en calzoncillos-, en los afiches, etc., etc. Se cultiva el cuerpo, el “body”, el fitness, la exhibición de sus partes, el pantaloncito a medio traste, los calzones a la vista. El sexo vende, el sexo crece, se apodera día a día y aun más de nuestras almas, y se nos ofrece mentirosamente como atajo para eludir todas las infelicidades con el espasmo del placer. Y esa escalada, tarde o temprano, conduce a los precipicios.
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