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Una foto perdida por Roberto Merino


"Artes y Letras" en diario El Mercurio [Santiago de Chile]. Domingo 05 de julio de 2009.

Yo no creo que la ignorancia sea mala en sí misma, al menos en lo que tiene que ver con temas literarios. Pero los ignorantes sí lo creen, y de ahí procede la extremada molestia que sienten cuando se encuentran en la prensa con un texto en que se mencionan escritores desconocidos para ellos. Apuntan sus dardos irónicos al autor del texto, pero se adivina en sus semblantes una incomodidad consigo mismos.

El peor tipo de ignorante es el que se podría clasificar como "experto en un solo tema", aquel que de un día para otro conoció, por ejemplo, a Kafka, y se esforzó desde ese momento en retener un par de docenas de informaciones sobre Kafka, no para utilizarlas como un punto de partida del pensamiento, sino para hablar compulsivamente ante los demás sin darse cuenta de que los gestos afirmativos de los otros se deben a la buena educación, y no al interés. Digo Kafka como podría decir Thomas Mann, Spengler o Georges Bataille.

En un momento puntual de la juventud me di cuenta de que una conversación literaria no consistía en revisar y discutir obras, autores, períodos y escuelas, sino más bien en narrar los hechos del mundo de una manera fluida, levemente orientada, a veces humorística y a veces patética. Los escritores que frecuento hablan en esta frecuencia. No se permitirían, en la pasajera circunstancia del café de la esquina, dar clases a su interlocutor, así como no esperan recibirlas de nadie. Cuando yo logro, en una conversación, determinar cierta pasmosa tipología psicológica o establecer lo que un conocido quiere expresar con la decoración de su casa, siento que he vivido una experiencia que equivale a treinta páginas de un libro.

Lo literario, en este sentido, no siempre se limita a leer y a escribir. Días atrás, mi hermano me dio a conocer un sitio de Internet donde se puede acceder al archivo fotográfico de la revista Life, y me dijo que mirando fotos de calles del Santiago de antes había tenido la intuición de que en cualquier momento podía encontrarse con nuestro padre, captado por azar.

La idea me pareció extravagante, pero al rato, cuando se había largado a llover y los árboles se doblaban por el viento, me sumergí en esas fotografías, yendo de una a otra sin ningún plan definido. Me quedé abismado en la silla cuando apareció en la pantalla una foto de julio de 1950, en la que aparecían la calle y la casa donde vivió mi familia durante casi todo el siglo. Era la casa de mi infancia, en un día perdido de invierno once años antes de que yo naciera. Mi papá tiene que haber estado ahí adentro en ese instante, joven y remoto. Me acordé de Eugenio Dittborn y de su idea de que toda fotografía implica un viaje.

Cuento esto porque se trata de un hecho literario en que intervienen muy pocas palabras. Cada tanto me viene la fotografía a la mente, con nítida insistencia, como si ésta contuviera un mensaje personal cuyo significado todavía no alcanzo a precisar.

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