No hay que hablar a no ser
que sea para mejorar el silencio.
No conviene hablar
si no se tiene algo interesante que decir,
o al menos, se non è vero è ben trovato;
que lo que se cuenta está bien relatado,
o está expresado con cierto encanto.
No hay que dramatizar lo que ya lo es.
La falta de dosificación, además,
la perpetua máxima intensidad,
anula el efecto, al igual que
el exceso de volumen
termina ensordeciendo.
¿A qué viene todo esto?
Al error en la concepción editorial
de las transmisiones olímpicas,
en que muchas veces se pierde
la oportunidad de comprender
el contexto en que se realizan
las pruebas, incluso las competencias
mismas, al estar mal editadas
o presentarse de modo muy incompleto,
sin dar señales de los abruptos cambios,
hace que con frecuencia no se logre
entender bien qué está ocurriendo.
Muchos comentaristas
intentan cubrir su falta
de conocimiento y preparación,
abusando de un tono eufórico
o melodramático no sólo innecesario,
sino molesto, distractor y espúreo.
No son relevantes las preferencias
o prejuicios personales del intermediario.
Estos personajes, al igual que
los conductores y reporteros de noticiarios
no debieran convertirse en protagonistas,
por el contrario sería conveniente
que pasaran lo más desapercibidos posibles
(ojalá casi inaudibles en algunos casos).
Nada más que lo justo y necesario
para comunicar, como el mayordomo que
había servido en el palacio de Buckingham
y fue contratado como asesor para el film
de James Ivory, «The Remains of the Day»,
adaptación de la novela de Kazuo Ishiguro,
protagonizada por Anthony Hopkins y Emma Thompson.
Antes de comenzar a filmar,
Hopkins le preguntó al mayordomo de palacio
cuál era la función más importante de su oficio.
El «butler» respondió que lo más importante
era que cuando entraba en el salón donde
se encontraban dignatarios, miembros de la realeza,
autoridades, embajadores, e invitados diversos,
él no existiera, que el salón estuviese, por así decirlo,
más vacío que antes.
Su función consistía en que no faltara nada,
que las copas no estuviesen vacías,
que todo estuviese impecable y bien servido,
pero sin un indiscreto que está eventualmente
escuchando conversaciones privadas…
Él está allí única y exclusivamente
para que todo funcione a la perfección.
Le haría bien a nuestros comentaristas
el aprender esta lección. De lo contrario
vamos a terminar creyendo que fue más importante,
por ejemplo, el relato eufórico
plagado de todos los clichés posibles,
excesos demostrativos, condimentados
con una pseudo poesía que traspasó
sin tapujo la frontera de la siutiquería,
recurriendo, además, a un arsenal
de recursos sensibleros baratos,
que el logro inédito para Chile
y la épica de la dos medallas de oro
obtenidas por nuestros tenistas en Atenas.
No es culpa del público
que ha estado expuesto
a esta escuela televisiva
que por décadas ha estado
sometida al exceso y abuso
de una pasión mal entendida,
condimentada
con una ramplonería atroz
en que se confunden
estos exabruptos frecuentes
con la más alta expresión
de lirismo patriótico.
Una última cosa:
en el otro extremo
están los reporteros
de los noticiarios,
a los que se les enseña
en las escuelas de periodismo
a comunicar la noticia
con un tono, énfasis y pausa,
proveniente del extranjero,
y que no sólo a estas alturas
resulta postizo y majadero,
sino que llega a niveles
francamente insoportables.
Comprendo que la mala dicción
que nos caracteriza y el hablar
atropellado lleno de muletillas
de nosotros los chilenos,
no es el adecuado para comunicar
noticias en el breve lapso de tiempo
que disponen para exponer sus notas
y reportajes, pero para eso, casi prefiero
el soporífero procesador de voz
que utiliza Stephen Hawking para comunicarse,
que escuchar todo el tiempo la exasperante
entonación de seres humanos
que se comportan como autómatas
en modo catete hasta el paroxismo.
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