Las palabras vuelven a flotar en el aire por Rafael Gumucio



Diario El Mercurio, Revista de Libros,
Domingo 26 de agosto de 2012
[Texto intervenido]

Juan Villoro, con su habitual lucidez, 
anuncia en su columna del domingo pasado 
una revolución silenciosa: el libro electrónico 
está por convertir la lectura, 
uno de los pocos actos solitarios que nos quedan, 
en sujeto de estudios estadísticos, operación de mercadeo, 
comunicación en todas las esferas y niveles. 

En la perpetua isla desierta del lector 
está a punto de infiltrarse la red. 

Una revolución inédita 
que, como toda revolución, 
implica no pocos regresos. 

El libro electrónico separa 
un matrimonio por conveniencia, 
el de la palabra y el papel, 
el de la escritura y el libro. 

Las palabras vuelven a flotar en el aire, 
costando casi nada 
(para quien pague el aparato que los recibe). 

La literatura deja las botellas que la contenían, 
y las etiquetas, y las denominaciones de orígenes, 
para volver a un surtidor interrumpido 
de agua fresca o no tanto que tiene por intención 
ya no sólo degustarse sino ahogar el mundo, 
inundar más que abreviar alguna especie de sed.

Al hablar de literatura portátil, 
Vila-Matas nombraba un atributo 
de toda y cualquier literatura que se respete. 

Arrasado su templo de Jerusalén, 
exiliados sin tiempo de hacer su equipaje 
en el corazón mismo de Babilonia, 
los judíos descubrieron que no había 
nada más transportable que las palabras. 

Escondieron su dios donde los enemigos no podían arrasarlo, 
en las palabras que pueden escribirse en cualquier papiro, 
que arriendan cualquier superficie 
porque viven realmente en la memoria de los creyentes. 

Esclavos de un pueblo rico en estatuas y oro, 
adoraron Ése que se hizo nada, menos que nada, 
algo que sólo se puede entender si nos hacemos niños, 
letras que pueden, combinadas de determinada manera, 
destruir o volver a inventar el universo entero.

El libro electrónico vuelve a esa intuición vagabunda. 

El libro se rebela 
contra la última materia que lo aprisionaba, 
contra la cosa misma en que podía convertirse, 
contra el último fetiche, el papel, la tinta, el lomo, la biblioteca. 

Reacción inesperada pero esperable 
contra un culto, el de los libros bellos, 
bellos por dentro y por fuera, 
que en las últimas décadas 
parecía volver a imperar 
con cada vez menos contrapeso. 

Libros de coleccionistas, autores raros, 
obras raras de autores famosos, 
tapa cada vez menos blanda, monogramas, 
ediciones especiales; escritores como Mario Bellatin 
en nuestra lengua que piensa y escribe 
como pintan o instalan los artistas plásticos; 
escritores que conciben su literatura 
cada vez más como un gesto artístico, 
forma, actitud, estilo, ante todo estilos; 
editoriales que se conciben como galerías 
y ya no como galeras donde reman atados 
a una cadena Balzac o Simenon, 
esclavizados por los plazos de entregas ambos, 
doblemente preocupados de vender y desafiar, 
de impresionar y de durar, de ser artistas, 
pero también empresarios, opinólogos, artistas, 
claro, pero más como el cantante de boite o de festival, 
que el pintor que debe impresionar al coleccionista, 
la minoría selecta que ama justamente sentirse minoría.

Arte sin aura que inauguró antes que nadie 
las tácticas de la reproducción mecánica. 

Arte burgués porque sólo el burgués 
necesita de contratos escritos 
y pasado por notario para confiar y ser confiable. 

Ese doble estatus de artista 
y comerciante de abarrote, 
de funcionario amarrado a su silla 
y príncipe que manda a matar 
a sus personajes de un plumazo, 
es lo que personalmente 
me atrajo siempre de la literatura. 

Como los judíos 
que la Torah se les conformó en sagrada, 
la literatura fue para mí siempre 
una forma de rebelión contra todos los ídolos, 
contra la belleza sensorial, sensual, visible, tocable, 
escuchable que me atraía demasiado para ser confiable. 

Las bellas artes, sentía, harían estallar mi vanidad, 
les darían razón a mis vicios, convertirían mi placer, 
el de escuchar a Wagner o Debussy, 
el de quedarme pegado mirando 
un cuadro de Rotko o Velázquez, 
en una forma de aniquilación moral. 

Demasiado evidente, demasiado simple, 
me llamó siempre la atención 
el desafío de hacer arte, 
con ese objeto tan pobre, 
tan humilde, tan poca cosa,
tan sucio, tan triste, tan prescindible:
las palabras que todos usamos, 
de las que todos abusamos. 

Me ha fascinado siempre la extraña alquimia 
que convierte las ideas en sensaciones, 
impresiones, las ideologías en sentimientos.

Es eso lo que hace a la literatura distinta y peligrosa. 

Los libros cerrados no son nada, 
una vez leídos vuelven a ser nada. 

Los libros no son esa cosa llena de letras y papel, 
sino esas letras alojando ese infinito kindle, 
ese satánico iPad que es nuestra memoria. 

Somos nosotros, nuestra mente 
la guitarra y el pincel, nosotros. 

La literatura, 
la más humana de las artes, 
no existe fuera del lector. 

Proust para quien no sabe leer 
no es más que una materia inflamable, 
mientras la Venus de Milo 
sigue siendo una mujer desnuda.

No he leído aún entero ningún libro electrónico. 

Veo en ciertos aeropuertos, 
en cierto café hacerlo principalmente 
a gente con corbata y bonitos impermeables. 

Sospecho que sin la corbata 
ni el impermeable seré uno de ellos luego. 

Como internet y el iPhone, 
la tecnología cambiará mi vida, 
pero seguirá siendo 
para bien o para mal mi vida. 

Pasa lo mismo quizás con la literatura. 

No puede evitar ser ella misma; 
es decir, tender hacia la abstracción y el contagio. 

Justificación de todos los traidores, 
hogar de todas sus confesiones, 
el libro estaba llamado a traicionar al libro mismo.

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