por Ignacio Echevarría
Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 5 de agosto de 2012
No hay modo de entender qué idea de cultura subyace a las medidas fiscales adoptadas en España. No hay manera de explicarse desde qué punto de vista el acto de leer un libro debe beneficiarse de un amparo que se niega al acto de ver una película o asistir a un espectáculo de ópera.
Los que otorgan la máxima autoridad al criterio de las mayorías no se molestan en explicar cómo llegan a formarse. En la práctica, sin embargo, y en especial en los países que no gozan de un sólido sistema educativo, a todos consta que ese criterio se orienta en función del gregarismo que conduce a optar por aquello que ya goza previamente de aceptación, o bien por aquello de cuyas excelencias persuaden las más agresivas y aplastatantes campañas publicitarias.
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Mientras en Chile arrecia la campaña para bajar el IVA a los libros, en España los representantes de la llamada industria cultural claman contra el brutal incremento de este impuesto sobre buena parte de sus productos. Incremento del 8% al 21% en muchos casos, entre ellos las entradas de cine, teatro, conciertos, exposiciones y espectáculos de toda índole. De momento, la subida no afecta a los libros en papel y a la prensa, que mantienen su tipo reducido del 4%. El mantenimiento de este trato de excepción, común a la casi totalidad de los países europeos, contrasta con la resistencia del actual Gobierno chileno a rebajar siquiera, ya que no a suprimir, el gravamen del 19% que en este país pesa sobre los libros, el mismo que se aplica generalmente a todo tipo de productos. El hecho de que la decisión de extender el IVA general a los libros fuese una medida adoptada durante la dictadura de Pinochet y no modificada por ninguno de los gobiernos democráticos que la relevaron concede un relieve particular a las reclamaciones de quienes claman por su supresión o rebaja. Pero el problema debe ser contemplado, más ampliamente, en el contexto de las siempre vacilantes, oportunistas y farisaicas relaciones que el poder político mantiene con la cultura; relaciones sobre las que pesa, en primerísimo término, una total indefinición acerca de los contenidos y de las funciones de ésta.
Las medidas fiscales adoptadas en España por el gobierno de Mariano Rajoy traslucen -según viene siendo corriente en el modo con que está tratando de capear la grave crisis económica que azota al país- un criterio errático, inspirado a medias por el servilismo, a medias por la desesperación. Ello se hace especialmente patente en el paquete de medidas que afectan al IVA sobre productos considerados "culturales". No hay modo de entender qué idea de cultura subyace a ellas. No hay modo de justificar, por ejemplo, las razones por las que, mientras se mantiene el IVA reducido para los libros en papel, se incremente el que se aplica sobre los libros electrónicos. Tampoco hay manera de explicarse desde qué punto de vista el acto de leer un libro debe beneficiarse de un amparo que se niega al acto de ver una película o asistir a un espectáculo de ópera. Parece que intervienen aquí prejuicios respecto de la cultura letrada que uno daba por obsoletos; y, dentro de ésta, respecto de la cultura libresca, acaso porque se atribuye a una y otra una condición crepuscular, cuando no directamente residual.
Pero también los argumentos de quienes claman en contra de la brutal subida del IVA dan la impresión de que la cultura que ellos defienden es un producto en peligro de extinción, que requiere de la protección del Estado para sobrevivir. Éste es, de hecho, el verdadero fondo de la cuestión, por mucho que la fraseología que envuelve este tipo de debates abuse de términos que tienden a distorsionarlo.
Rebajar el IVA a los productos culturales es sin duda una forma de facilitar el acceso a los mismos, se trate o no de libros. Pero una vez que se acepta que la supervivencia de esos productos no está suficientemente garantizada por la demanda del público al que van destinados; una vez que se establece que, pese a ello, hay que asegurarla porque se trata de un bien social, y que es al Estado al que corresponde preservarlo, se plantea inevitablemente la cuestión de las llamadas políticas culturales, cuya sola mención desemboca tarde o temprano en la discusión acerca de si éstas conducen o no, más o menos inevitablemente, al dirigismo.
Los agentes de la industria cultural (un concepto que debería suscitar todo tipo de aprensiones) reaccionan a esta asechanza apelando al derecho del público a ejercitar su propio gusto. Pero este mismo argumento fue el empleado por Sebastián Piñera durante su campaña para la presidencia para justificar su rechazo a suprimir el IVA sobre los libros y constituir, en cambio, un Fondo de Promoción del Libro destinado a hacer accesibles aquellos libros, y sólo aquellos, "que vale la pena leer".
¿Y cuáles son esos libros?, se preguntaba el mismo Piñera en un sonado debate televisivo. A lo que él mismo se respondía: los que prefieren la mayoría de los lectores. Y si bien parecía otorgar la máxima autoridad al criterio de esta mayoría, no se molestaba en explicar cómo llega a formarse. En la práctica, sin embargo, y en especial en los países que no gozan de un sólido sistema educativo, a todos consta que ese criterio se orienta principalmente en función del gregarismo que conduce a optar por aquello que ya goza previamente de aceptación, o bien por aquello de cuyas excelencias persuaden las más agresivas y aplastantes campañas publicitarias.
La industria cultural trabaja en definitiva con premisas muy afines a éstas, pues se acoge a la legalidad del mercado, cuya mecánica conduce a la réplica constante de los patrones que consagra el gusto de la mayoría. Ahora bien, desde el momento en que reclama un trato de excepción para sus productos admite tácitamente la intervención de criterios no comerciales, que cuestionan o corrigen el dictado del gusto dominante, y que sólo pueden ser instruidos, quiérase o no, mediante políticas culturales articuladas en torno a una clara concepción de cuáles son las razones por las que la cultura debe ser conservada y fomentada. Dado que estas razones suelen apuntar, en última instancia, a la emancipación del ciudadano y al desarrollo de su sentido crítico, es lógico que los guardianes del orden establecido se conformen con el estado actual de las cosas. Lo es menos que los representantes de la industria cultural asuman el doble lenguaje del liberalismo del mercado y del proteccionismo del Estado, sustancialmente incompatibles, pretendiendo obviar las exigencias y servidumbres -no siempre indeseables- a que los somete el considerar sus propios productos como bien público.
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