Telerrealidad, video y mentiras
por Alfredo Jocelyn-Holt - Diario La Tercera 19/05/2012 - 04:00
Hay quienes sostienen que el público se traga cualquier cosa y que la política, si no es mediática, no es política. Vale, ¿pero cuánto realismo mediático soporta el poder?
Es complicada, de amor y odio, la relación de ciertos políticos con los medios. Creen que con su puro carisma es suficiente; que es cuestión de que se prendan las cámaras para que, bis, se produzca la magia, y el público, encandilado por el brillo que destellan, los pidan de vuelta a rabiar. Sin embargo, cuando la imagen en pantalla no les es del todo favorable acusan de que habría habido malas artes, que los pillaron desprevenidos, se activaron micrófonos indiscretos, que el tono editorial empleado, que el montaje…; en fin, la foto lamentable sería intencional, obedecería a una operación de descrédito.
Los comunicadores, por su parte, se lavan las manos sosteniendo que los medios son neutros, no tienen contenido per se. Son como las ampolletas que se prenden y apagan (la analogía es famosa y es de Marshall McLuhan); es decir, se limitan a sólo “alumbrar” a otros medios comunicativos, en este caso, a los políticos y a los contenidos que emiten. Los comunicadores, en el fondo, se escudan en un realismo brutal. Lo de ellos sería algo así como Goya cuando pintaba a la familia real. Es que después de un tiempo los retratados parecen esperpénticos, aun cuando nunca se imaginaron produciendo semejante efecto eventual. Tal y cual. La sobreexposición no puede sino engendrar monstruos.
Por eso los “reality” (en lo que ha desembocado la televisión) no ofrecen otra cosa que la exhibición impúdica de su propio artificio. Espacios encerrados, claustrofóbicos, desconectados con el mundo afuera; circunstancias límites, críticas, aunque todo bajo control (“situation rooms”) en donde actores pautados (a veces se oyen las instrucciones, basta subir el volumen) aparecen escenificando una ilusión de realidad -una realidad más “real” por lo mismo que falsa-, pero que el público se la creerá igual. Es nuestra versión actual del melodrama operístico fulero, el de la soprano del porte de un ropero que hasta el último acto, cuando cae muerta (¡de tisis!), emite sonidos que llenan la sala.
Hay quienes sostienen que el público se traga cualquier cosa y que la política, si no es mediática, no es política. Vale, ¿pero cuánto realismo mediático, cuánta sobreexposición, soporta el poder? Está el “Twitter trap” como lo llama Bill Keller, editor ejecutivo del New York Times. Es difícil saber si el Twitter, al que son asiduos políticos y periodistas, los vuelve o no estúpidos; lo que es evidente “es que hace que alguna gente inteligente suene estúpida”, advierte Keller. Es bien sabido también que la presidencia de Richard Nixon no sobrevivió la crudeza de las conversaciones en el despacho oval una vez hechas públicas. Las grabó (!) y eso que Nixon era sumamente inteligente.
De ahí que, desde siempre, el poder (que sabe más por viejo que por diablo) se rodee de mediadores competentes. De lo contrario, su propio realismo y crudeza lo vuelven pornográfico. Ergo, se cuida de sí mismo. No improvisa en público. Emplea portavoces, no se graba en directo. Manda redactar actas que se revisan y corrigen cuantas veces sea necesario. Y trata de preservar cierta solemnidad mínima. No aparece ejerciendo sus funciones más delicadas mientras masca chicle de puro nervio, es riesgoso; se puede uno tropezar y tener que tragarse el chicle.
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