El gol que cruzó el mar




Diario El Mercurio, Revista de Libros,
Domingo 20 de mayo de 2012

Una lejana fábula china advierte del tenue contacto entre todas las cosas. Un objeto minúsculo, arrojado al Mar Amarillo, puede afectar playas lejanas. De un modo secreto e inextricable, todo está en todo.
Las mareas llevan mensajes imprevistos a la otra orilla del océano. En Baja California Sur, la ciudad de Guerrero Negro debe su nombre a un barco que encalló ahí. El Black Warrior acabó sus días como una ballena varada. El restaurante local Malarrimo está decorado con una red que sostiene torpedos, lámparas y otros objetos que las corrientes han llevado al lugar. Las tempestades son la forma más lenta del correo. Tarde o temprano, lo que destrozan llega a algún buzón.

El 11 de marzo de 2011, un terremoto de 9 grados devastó las costas japonesas. Catorce meses después, cinco millones de toneladas de chatarra siguen el curso de las mareas rumbo a América. Se trata de una metáfora de la memoria; no todos los recuerdos se conservan ni todos llegan de inmediato; algunos requieren de tiempo para salir a flote. Las piezas arrebatadas a Japón integran el mosaico disperso de un país y llegarán a manos que no esperaban recibirlas.

David Baxter creció entre los hielos y las rocas de la isla de Middelton, Alaska. Trabaja como controlador de radares. Cuando despega la vista de la pantalla donde vibran luces, entiende el mundo como un segundo radar en el que debe imponer un orden. Al final de la jornada se entretiene buscando cosas en la playa.

Baxter ha encontrado muchas cosas, pero no esperaba ser testigo del gol más largo del mundo. Un balón rodaba en la arena.

Los habitantes de Middleton conocen el rápido movimiento del zorro y el escape marino de la foca. Baxter no vaciló en atrapar la pelota. Le llamó la atención que estuviera escrita con caracteres japoneses. ¿El mensaje de unos náufragos? Los signos podían ser coordenadas. Algo tenía que haberse hundido lejos para que el balón estuviera ahí.

Es posible que el azar sea otro nombre de la deliberación y los accidentes ocurran para que el destino parezca espontáneo. ¿Cómo explicar, si no, que el hombre que recibió el balón estuviera casado con una japonesa?

Esa misma tarde, Yumi Baxter descifró el enigma. Los caracteres no atestiguaban el naufragio de un barco, sino de un país. La pelota venía de Japón, a cinco mil kilómetros de distancia, había tardado 13 meses en cruzar el océano y pertenecía a Misaki Murakami, estudiante de 16 años que perdió su casa con el maremoto.

Cinco años antes, Misaki había cambiado de escuela. Sus amigos escribieron sus nombres para que no los olvidara. El balón era un almacén de la memoria. Ahora estaba en manos del observador de radares.
Unos detalles bastan para urdir una historia: el deseo de unos niños de no ser olvidados, la afición al fútbol, la pérdida de una casa, los trabajos del mar, la necesidad de un hombre de caminar con la mirada baja, buscando signos en la arena.

Baxter viajará a Japón para devolver la pelota. Acaso esa cita ya estaba prevista. Un balón existe para entrar en una portería. Las cosas presuponen su efecto. De acuerdo con la fábula china, el batir de las alas de una mariposa puede cambiar la vida al otro lado del mar. Todo movimiento, por tenue que sea, tiene consecuencias.

La posibilidad última de una cosa siempre es mágica, puede alterar la realidad en forma inexplicable. Esto no significa que se aparte de la lógica. "La magia es la coronación o pesadilla de lo causal", escribe Borges.

Diecinueve mil personas murieron con el terremoto en el país mejor preparado para resistir ese cataclismo. La naturaleza volvió a ser un límite infranqueable. Pero hay algo que escapa al mundo físico. No todo es tangible: las cosas también son símbolos. Así lo entendieron el fabulador chino que decretó que todo está en todo, los niños que firmaron la pelota, el adolescente que perdió su casa pero no los recuerdos de lo que ahí existía, el controlador de radares que recoge señas venidas de muy lejos.
El balón regresará a Japón. Es posible que su viaje no termine ahí.

Los estadios existen para jugar a la magia. El mundo, para vivirla.

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