por Juan Villoro
Las palabras literarias hacen que el mundo
adquiera la resistente veracidad del apócrifo.
Alejandro Rossi nació en Florencia,
de madre venezolana y padre italiano.
Abandonó Europa en los albores
de la segunda guerra mundial
y se estableció con su familia en Argentina.
Edén cuenta esta errancia y los ritos de paso que comporta.
Novela de aprendizaje, depende de un método de conocimiento
que le debe mucho a la evocación sensorial,
los asombros que llegan con la gratuidad de la magia.
Rossi no desea explicarse a sí mismo en forma retrospectiva
ni simular que su exilio respondió a un orden
inscrito de manera rigurosa en la trama del mundo.
No prestigia su niñez con efectismo histórico;
privilegia lo singular, lo irrepetible,
lo que regresa como una vibrante ilusión de vida.
El pasado es recreado en forma inventiva, no para traicionarlo,
sino para buscar su secreta sustancia y recuperar
las sorpresas y los desconciertos que conforman una infancia.
El libro comienza mucho tiempo después,
con la llegada del escritor a Alemania.
Es entonces un hombre de cincuenta y tantos años,
que ha estudiado filosofía y ejerce una literatura
que alterna con fortuna la narración y el argumento.
Durante el viaje encuentra a una lejana amiga de la infancia.
Oír de nuevo ciertos nombres desata en él el torrente del recuerdo,
pero sólo emprende la evocación de ese mundo un cuarto de siglo después.
Esta lenta maduración no estuvo destinada a recargar los hechos sino a decantarlos.
Desde su título, Edén pertenece al orden celebratorio.
Como Nabokov en Habla, memoria,
Rossi está de parte del universo al que regresa.
Sus recuerdos circulan con festivo proselitismo.
Hay otras similitudes entre ambos autores.
Al compilar sus cuentos, Nabokov incluyó “Madmoiselle O”,
historia que fue leída como ficción hasta que
se republicó como el capítulo 5 de su autobiografía.
¿Un relato falso o verdadero?
Rossi y Nabokov hacen innecesaria esta pregunta.
La ficción no se distingue del testimonio por ser mentira,
sino porque no necesita comprobación.
Surgida de lo real para aumentarlo, es “vida imaginada”.
A pesar del trasfondo que le brindan la guerra y el exilio,
Rossi se resiste a inventar intrigas de época
o buscar la artificiosa coherencia de un destino ejemplar.
Elige, por así decirlo, “momentos desnudos”,
que no dependen de un contexto que los trasciende
sino de lo que ahí sucede.
La pregunta “¿qué va a pasar?”
carece de importancia porque la trama
no se articula de manera episódica
sino en fragmentos de experiencia,
una unidad que se renueva
como los cristales de un caleidoscopio.
La novela desemboca en una epifanía:
el niño nada en una alberca
después de descubrir el amor,
hacia un agua todavía futura.
Esta perfecta imagen de la adolescencia
hace suponer que al salir de ahí, Alex será Alejandro.
El soliloquio interior de Edén,
la forma en que el autor discute con el que fue,
recuerda la excepcional autobiografía de Isherwood,
Christopher y los suyos, y remite a momentos
no muy frecuentados de la tradición latinoamericana.
Pienso, por ejemplo,
en el venezolano Mariano Picón Salas,
cuyos libros Mundo imaginario y Viaje al amanecer
hacen que el recuerdo y la invención sean
categorías complementarias y muchas veces idénticas.
Con todo, no hay que forzar las comparaciones:
Rossi aquilató como pocos la lección de Borges
y su prosa está libre de la retórica
que con frecuencia aqueja a Picón Salas.
El paraíso del novelista
que vuelve al punto de partida
suele estar presidido por la madre.
Edén valdría la pena tan sólo
por la recuperación de este idilio primordial:
el amor siempre anterior.
En un pasaje de Habla, memoria,
Nabokov le recita un poema a su madre,
con tal concentración, que no advierte que ella llora.
Tampoco se da cuenta
de que en forma mecánica
él aplasta un mosquito en su mejilla.
Sólo al terminar, ve las lágrimas de su madre.
Ella le tiende un espejo
para que él vea su propia cara,
manchada por la sangre del mosquito.
¿Cómo no percibió la picadura?
¿Dónde se hallaba cuando eso sucedía?
Ante el espejo, el novelista apenas se reconoce,
su verdadera identidad se encuentra en otra parte.
Alejandro Rossi conoce el nombre
de ese sitio: literatura, vida imaginada.
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Extractado parcialmente de:
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