Una pregunta para Harold Bloom

LITERATURA Vida o lenguaje

por José Miguel Ibáñez Langlois
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 29 de abril de 2012
 
La teoría literaria o filosofía de la literatura o poética -la disciplina que se pregunta radicalmente qué es literatura- lleva tres siglos oscilando en forma casi pendular entre dos ideas relativamente opuestas, que resumiré en forma muy simplificada. Por una parte está la idea de que literatura es simplemente vida, la vida misma, la vivencia personal o social. Y está, por otra parte, el concepto de literatura como lenguaje, como forma del lenguaje, como objeto textual (obviamente radicado en la vida).
En entrevista reciente, Harold Bloom dio la impresión de hacer suya la primera idea: dijo negarse a interponer diferencia o distancia alguna entre la literatura y la vida a secas. Ya en el siglo XVIII, el conde de Saint-Beuve afirmaba algo parecido: que lo esencial del arte literario es el sujeto que escribe, su biografía y su entorno social. Esta idea fue potenciada en el siglo XIX por la filosofía romántica alemana y, en general, por el romanticismo, con su exaltación de la subjetividad.
Cuando yo empezaba a hacer crítica literaria, Alone me aseguró enfáticamente lo mismo, a saber, que la lectura de una obra sin el conocimiento biográfico de su autor era ya algo más o menos valioso, pero que sólo ese conocimiento del escritor y de su medio podía henchir de significado aquella lectura y, en general, el fenómeno literario.
Por entonces yo pensaba -y con mayores matices sigo pensando- lo contrario, formado como estaba en una línea teórica más anglosajona, sobre todo en la escuela de T. S. Eliot. Para él, conocer la vida del escritor y de su entorno no era esencial en la lectura de una obra; más aún, la abundancia de ese conocimiento biográfico podía incluso perjudicar la apreciación de la obra en sí misma. Luego el new criticism de los Estados Unidos fue más lejos, llamando "falacia genética" a la idea de que la lectura de un texto estuviera destinada a la misión imposible de hacerse con los antecedentes psíquicos o sociales de su origen o gestación.
Esta línea de pensamiento fue reforzada en Europa por la difusión del formalismo ruso de Jakobson, así como también por la fenomenología literaria de Sartre, dos planteamientos brillantes. Ya por esos años se gestaba, sin embargo, una acentuación pendular, extrema y extremista de esa idea: el estructuralismo, basado en Saussure (lingüística) y Lévi-Strauss (antropología), y formalizado en la literatura por Barthes y otros franceses, que llegó a una concepción casi mecánica e impersonal de la obra literaria y de sus "estructuras" formales: la lectura consistía en desarmar y volver a armar la relojería del texto.
Cuando esa concepción se generalizó en el mundo y en Chile, en colegios y universidades, con todos los daños del caso -una literatura sin hombre, sin humanidad, sin vida ni sujeto-, yo polemicé con sus mentores tanto como lo había hecho antes con las poéticas de la subjetividad, románticas o psicologistas, por llamarlas de alguna manera. Después del estructuralismo ha venido la oscilación pendular contraria de la "crítica cultural", que devuelve a la literatura su contexto humano. En esta línea se explican mejor las declaraciones recientes de Harold Bloom en favor de la literatura identificada con la vida misma.
Frente a ellas, no obstante, me formulé la misma pregunta con que antes cuestionaba yo a Saint-Beuve, a Dilthey o a Alone: ¿dónde queda lo específico del fenómeno literario, su "esencia", dentro del conjunto abigarrado, confuso e inabarcable que llamamos "la vida"? ¿En qué se diferencia la literatura de otras mil dimensiones expresivas de la vida, como un grito, un llanto, un mensaje de texto, una declaración de amor? ¿No se acerca Bloom -sin duda con más elegancia y matices- a los antiguos reduccionismos, que desvanecían el hecho literario mismo en el gran todo que es la vida en general?
Pienso que existe una respuesta más precisa a la pregunta por la identidad de la literatura, formulada desde premisas muy diferentes, por autores como Valéry, Eliot, Jakobson, Sartre, Pareyson, Valverde, de quienes me considero un muy modesto discípulo, y cuya vigencia subsiste hoy dentro del vaivén incesante de las teorías literarias. Esa respuesta incorpora de lleno, en la esencia de la obra, la humanidad viva del sujeto creador y de su entorno social, pero sólo en la exacta medida en que ha llegado a ser forma verbal, es decir, a objetivarse en su propio lenguaje hasta el punto de ser idéntica con él. Obra literaria sería, en esta perspectiva, una experiencia humana identificada con su propio lenguaje singular y único, del que es ya inseparable como lo son materia y forma, existencia expresada y palabra expresiva.

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