No sé si fue el reflejo de las luces
sobre los empapados adoquines
tras la reciente lluvia,
en la apacible calle
Ismael Valdés Vergara
junto al Parque Forestal,
en la cuadra ubicada al oriente
del Museo Nacional de Bellas Artes
-a la vuelta de Les Assassins-,
o la contemplación
desde la acera del frente,
un poco más tarde
ya en Providencia,
del hermoso interior iluminado
de la iglesia de los Ángeles Custodios,
desde el cual se escuchaba
el Aleluya de Haendel
de estos tiempos pascuales
aleteando alegre y solemnemente
sobre el parloteo de los invitados
que se agolpaban expectantes
a la salida del templo.
O tal vez fue
la frescura de la noche
del día después
de que el temporal
se desencadenara
sobre Santiago,
la que contribuyó
a imprimir estas escenas
de un encanto nostálgico y evocador,
mientras una lluvia de pétalos
volaba por los aires
sobre las cabezas de todos
y un antiguo Citröen negro
de los años treinta o cuarenta,
engalanado con un bouquet de flores
y flanqueado con cintas albas
recibía a los alegres novios
que sonrientes y felices
ingresaban al vehículo
en medio del resplandor
de los flashes de los fotógrafos
que prolongaban la fiesta de relámpagos
de la noche anterior.
No estoy seguro
si fue verdad o lo imaginé,
pero al alejarse los recién casados,
me pareció que la acera adoquinada
seguía mojada, y que no importaba
que me dijeran que todo esto no es más
que la nostalgia de una atmósfera decadente
-ese afrancesamiento de segunda o tercera mano-
que todavía se puede contemplar
en fragmentos descascarados del Santiago de hoy
y que es legado de lo que fascinó a la élite
del país finisecular de hace más de un siglo
-desaparecida por completo hace ya tiempo-
y que no es otra cosa que la copia no muy bien lograda
de un París que nunca conocí, y que no añoro,
porque la verdadera Ciudad Luz
la más encantadora e inolvidable
es mi propia madre a la que veo
preciosa en mis recuerdos de pequeño,
vestida de negro y cantando o silbando
maravillosamente canciones de Edith Piaf,
mientras se enfundaba unos guantes
tomaba su cartera y partíamos en el Peugeot
a visitar a mi abuela que vivía
en Santiago poniente, el París de mi infancia…
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