Censo de la República



A veces son más elocuentes las preguntas que las respuestas de los censos. Allí es el Estado el que se delata, el que nos cuenta qué lo obsesiona.

por Alfredo Jocelyn-Holt - Diario La Tercera 14/04/2012 - 04:00


PASA CON el censo un poco como con el voto. Su ritualidad y alcance están pensados para hacernos sentir parte de una comunidad ciudadana, una nación toda. Recuerdo la angustia de la Lidia, una señora que por largos años trabajó en mi casa, porque eran las cuatro de la tarde y el censista aún no llegaba (vivíamos en la punta de un cerro del Arrayán). Encontraba lo último quedar fuera del censo, no ser "contada". Pero su ansiedad era hasta más profunda, quizás ancestral. En un país de terremotos (la Lidia y su familia eran de Chillán y el '39 lo perdieron todo) el máximo temor es que a uno se lo "trague la tierra". Y, en efecto, si lo han dejado fuera del conteo y sucede una calamidad de este calibre, qué duro, qué trágico, qué tanto más penoso es esto de que ni siquiera una cifra recuerde el paso de uno por esta vida.

Con todo, los censos no son una pura recopilación de datos y guarismos. Quienes los comisionan dicen perseguir los más altos fines sociales. El oficio que ordena el Censo de 1813 (el de Juan Egaña) es particularmente ilustrativo al respecto. Primero que nada, sostiene que sin los datos estadísticos requeridos el gobierno no puede hacer su trabajo y proveer a la "felicidad pública". Segundo, hace hincapié en que la comisión no habría que tenerla por un gravamen o servicio personal; al contrario, junto con perseguir su "propia felicidad y dignidad política", el ciudadano presta un enorme beneficio a la patria -¡alquimia perfecta!- proveyendo y recopilando dicha información. Tras lo cual el oficio deja a un lado los elogios, muestra sus dientes y decreta: "También el gobierno ordena que no se admita excusa, ni pretexto, para eximirse del encargo". Es decir, ahora sí que la firme: los censos son un indiscutible medio de control social, sin los cuales el Estado no puede planificar, saber con qué cuenta en potencia a su haber (por vía de eventuales tributos) y franquear la esfera más fuera de su alcance, la del domicilio privado y lo que pasa adentro.

En consecuencia, el pedido de información no es inocente. En un censo como el de 1813, por ejemplo, la atención está fuertemente centrada en el número de hombres "capaces de tomar las armas"; se estaba en guerra y el censo serviría para empadronar y, eventualmente, "enganchar" reclutas. Lo mismo cabe decir de la indagación sobre religiosos y extranjeros a lo largo del siglo XIX. Dicho Estado, nacionalista y secularizante, recababa algo más que información cuando ponía sus ojos sobre estos dos grupos específicos, obviamente los ponía también sobre aviso.

Por eso, son a veces más elocuentes las preguntas que las respuestas de los censos. En los censos es el Estado el que se delata, el que nos cuenta en qué anda, qué lo obsesiona, qué quiere "medir" y pesquisar (siempre reduccionistamente) para, así, "entender" la sociedad, la riqueza (hasta dónde llega el mercado), el imaginario religioso y, a juzgar por nuestra versión última, el quién se acuesta con quién o qué basura el chileno bota a la calle; datos éstos más fáciles de conseguir de primera fuente que enviando a un funcionario que revuelva la basura o se meta entre sábanas. Conste que en países sumo civilizados, respetuosos de la privacidad, en cambio, se objetan hasta las cédulas de identidad.

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