¿Qué diablos hizo que la Kenita dejara de ser princesa?


Columna 'Piel de Gallina    

¿Qué diablos hizo que la Kenita dejara de ser princesa?

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Mujeres Publimetro 15 febrero 2012

Por Leo Marcazzolo
Antes que nada debo confesar que las mujeres-princesas, siempre han sido todo lo que yo no he sido. Delicadas, completamente histéricas, dependientes, moscas muertas, poco claras y, por supuesto, exigentes. Cueste lo que cueste, siempre pidiendo lo mejor. Tal como una princesa. Tal como esa mujer que sencillamente no entiende un “no” por respuesta. Y eso es justamente lo que la define y lo que definía a Kenita. Su completa inconsciencia de haber vivido en una plácida burbuja, sin siquiera haber presenciado su desgaste. Sin siquiera haber presenciado, por ejemplo, el derrumbe de la economía o el mismísimo terremoto, cuando sólo ocurría a milímetros de su reinado. Y es que así vivía ella, en su fantasía perpetua, infinitamente sostenida, por el más “cotizado” de los hombres. Por el macho Alfa, como pensaría ella, por el ídolo nacional, el deportista de elite y a la vez el dueño de un rostro tan feo como la mentira. Zamorano o el Chino, dos caras de una misma moneda (con los internacionales nunca llegó a nada muy serio así que ni los cuento), quienes la apañaban, la cuidaban y le sostenían todos sus dichos.
Y es que la ya “malograda” diva de la farándula, en sus mejores tiempos de principado, sí que supo tenerlos bien “aguachaditos”, prestos al altar, para luego dejar de ser ella. Dejar de ser la princesa engreída y exigente, que luego idolatraron en “la contru”.
¿Y es que cómo era Kenita?, ¿qué tenía ella de especial para merecerse tanto ímpetu masculino?, me pregunto yo.
Y la respuesta se me viene de inmediato a la cabeza. Sólo me basta con armar el puzle. Con juntar sus postales desperdigadas -sin orden cronológico alguno- durante la primera década completa del 2000. Todo comienza con el episodio de Kenita reventando las pantallas con sus ojos azules. Luego haciéndose de rogar -confusamente- con la Selección completa de fútbol. Y de ahí suma y sigue: Kenita desfilando en bikini sin amarrarse con nadie. Kenita declarándole su amor eterno a Zamorano con portada cuché. Kenita llorando en estelares, sentadita como señorita. Kenita casándose furtivamente con el Chino. Kenita llorando por el alcoholismo del Chino. Kenita siendo infeliz. Kenita nuevamente siendo infeliz. Pero sin dejar de ser princesa. Sin dejar nunca de ser esa niña mimada que conseguía a cualquier deportista, (con buen billete y poca gracia) a través de sus ojos. O utilizando técnicas muchísimo más difusas, que jamás se veían por televisión.
Aunque lo que yo sí veía y sí le envidiaba -por aquellos días- era su aura. Su aura de misterio y su habilidad de decir todo y, a la vez, no decir nada. Su modo imperturbable de ser, que le permitía darse importancia sin haberse “ganado” ninguna medalla. O la manera coqueta en que movía los ojos. O su tono aterciopelado para hablar con los hombres. O su permanente ambigüedad para acrecentar su leyenda. Y es que la Kenita sencillamente no era como uno. No era ni joven ni vieja. Ni niña ni mujer. Ni femme fatale. Ni monja de claustro. Ni Luly ni Adriana Barrientos. Sino simplemente princesa. Delicada. Histérica. Mosca muerta. Y hasta un poquitín falsete. Una princesa, que aunque nunca fue completamente elegante ni sofisticada, (jamás entendió cómo vestirse, ni cómo desligarse del rosado), al menos sí lograba mantener su reinado. Su reinado farandulero, hasta que comenzó a decaer. Hasta que decayó tan estrepitosamente como el Imperio Romano.
Primero fueron los realities, después el mamarracho de Nabih Chadud y ahora la revitalización de su pasado. Su legitimación a través de éste. Y eso es quizás lo último que la desligó de su trono: su revolcamiento impúdico en los escombros. En los escombros esplendorosos y salvajes de sus tiempos de princesa.

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