Carolina Galaz:
"Cuando quiero algo soy de temer"
El cerebro de Carolina Galaz funciona de una forma distinta. Cuando
la gente le dice "no", ella entiende "lograr esto me va a costar un
esfuerzo extra". Ni puertas ni ventanas, dice que está acostumbrada a
entrar por ranuras. Así llega a las autoridades solicitando espacios
-a través de la plástica- para los niños de Lacaracola, iniciativa que
partió como taller y se convirtió en metodología. Desde abril próximo
su acción alcanzará a pequeños con limitaciones cognitivas.
TEXTO, PABLO ANDULCE TRONCOSO | RETRATO, JOSÉ LUIS RISSETTI
Diario El Mercurio, VD, sábado 17 de marzo de 2012
http://diario.elmercurio.com/2012/03/17/vivienda_y_decoracion/vivienda_y_decoracion/noticias/E4B36962-75F3-48CA-8376-50A78B5FEA67.htm?id={E4B36962-75F3-48CA-8376-50A78B5FEA67}
Si le preguntan hoy, a los 44 años, Carolina Galaz responde que su
mayor ambición en la vida es entregar medios de construcción y
expresión de la personalidad a la mayor cantidad de niños posible, de
todos los estratos, a través de su taller de arte Lacaracola, y
tomarse con ellos los espacios públicos. Veinte años atrás, a la misma
pregunta habría contestado: "Quiero aprender danza, viajar y bailar en
todas las compañías que pueda". A los 16 no habría dudado en decir
-eufórica-: "¡Quiero entrar al colegio Saint George!".
A lo largo de los años, los propósitos de Carolina han cambiado muchas
veces, de alguna manera se volvieron menos individuales y adquirieron
tonos de misión, pero estos tres momentos ilustran bien la forma en
que invariablemente se acerca a sus metas e invariablemente las logra.
El primero en conocer su determinación fue el director académico del
Saint George. Antes de pasar a tercero medio, lo único que quería era
cambiarse a ese colegio. No por la calidad de los profesores ni por
algún chiquillo. Era la barra, la que veía en todas las competencias
de atletismo en las que participaba, que le llamaba la atención y le
hacía pensar "quiero estar ahí, quiero gritar así, ¡amo ese
colegioooo!". Pero los resultados en el examen de admisión fueron
decepcionantes.
Le cuesta un poco recordar el nombre de la secretaria académica
-Gissella Tapia-, pero nunca se olvida del consejo que le dio, que era
básicamente: "El que la sigue la consigue". "Ella vio mis ganas y me
impulsó. Ahí entendí que hay que agotar los recursos. Fue como una
inyección de ánimo que nunca salió de mis venas", dice Carolina con
esa naturaleza pedagógica innata que la lleva a usar analogías todo el
tiempo. "Cuando quiero algo soy de temer. Allá voy. Me da lo mismo lo
que la gente diga. Es como si algo se apoderara de mí, la pasión, la
intensidad, la voluntad, no sé". El pobre director lo comprobó durante
todo el mes de enero en que ella se presentó cada mañana, de ocho a
una, se hizo íntima de las secretarias y terminó sirviendo café a los
profesores.
-No puedo más -le dijo unos días antes de que el colegio cerrara por
vacaciones-. Anda y dile a tu papá que pague la matrícula, que te
compre la corbata, pero no quiero verte hasta marzo.
Nunca simpatizó mucho con el modelo de educación chilena. Ahora
entiende las razones: "¿Por qué en el siglo XXI los niños no están
pensando y siguen memorizando? El aprendizaje tiene que ser a través
de la experiencia. Tiene que estimular el pensamiento, la reflexión y
el espíritu crítico. La información está toda en Internet". Ella era
de los jóvenes cuyos talentos no se pueden medir con herramientas como
la PAA y la PSU. Por suerte quería otra cosa.
Carolina es delgada e incluso sentada se ve alta. Como sus piernas
cruzadas bajo la mesa, sus brazos son largos. Tanto que cuando
gesticula entusiasmada uno siente temor de recibir un manotazo
accidental. Con semejante complexión y una necesidad permanente de
movimiento y expresión, estaba predestinada a la danza.
A los 20 años tuvo la oportunidad de instalarse en Estados Unidos. En
ese momento comenzó un recorrido por las escuelas de varias compañías
de danza: partió en el Ballet Theatre de Berkeley, luego pasó por la
Universidad de Stanford, llegando a Martha Graham, José Limón y Alvin
Ailey, en Nueva York. Durante siete años, hasta que sufrió una lesión
irreversible, probó distintas técnicas y descubrió cuáles se ajustaban
mejor a su cuerpo: "Fue como probarse muchas ropas. Algunas me
apretaban, otras me quedaban grandes, otras eran muy brillantes, otras
eran muy fomes".
Las técnicas contemporáneas, más vanguardistas y que incluían
improvisación, le quedaban como a medida. Técnicas como las que se
enseñaban en la escuela que Alvin Ailey -destacado bailarín y
coreógrafo afroamericano- fundó a fines de los 50, en Harlem, para
otros afromericanos. ¿Cómo llega esta chilena rubia a ser aceptada en
una compañía negra? De la misma forma que entró al Saint George: con
insistencia, pero esta vez más moderada. Un poco intimidada y
convaleciente de una caída seria en bicicleta, Carolina se las arregló
para ser admitida en el segundo examen.
Cuando no estaba bailando cortaba pelo, cuidaba niños, limpiaba casas,
paseaba perros, era guía en museos y acomodadora en teatros -para ver
los espectáculos sin pagar-. De todas las cosas que tuvo que hacer
para mantenerse en Estados Unidos, lo que más la llenó fue el trabajo
con niños. Por eso, tras la lesión, y cuando sintió que la danza le
quedaba chica, reorientó sus inquietudes hacia ellos. El camino hacia
Lacaracola -el taller de arte que desarrolla desde hace catorce años,
por el que han pasado más de tres mil niños, cuyos trabajos se han
expuesto en el centro cívico de Vitacura e incluso en la Plaza de la
Constitución- comenzó allá, específicamente en el MoMA, con una
convocatoria abierta, donde ella fue escogida entre tres mil
postulantes.
En un espacio libre de 120 m2, con todos los materiales imaginables
-cartones, tubos, espejos, pinturas, libros, etc-, la comisión le
indicó: "Haga lo que quiera". Pasado el asombro, lo que quiso hacer
fue una escultura, en la que entraba, permanecía unos minutos y salía,
representando la búsqueda de sí misma. Ese taller laboratorio la
orientó hacia el mundo infantil y le dio espacios para trabajar en él.
Así llegó a realizar talleres de arte para niños con cáncer terminal
en el Hospital de Nueva York, donde uno de sus alumnos la bautizó
Caracola, por una concha que ella les daba para escuchar el mar. "Ahí
descubrí que amaba enseñar, que el arte como medio de expresión es tan
necesario en tantas partes". Con esas resoluciones y experiencias,
pero sin ningún plan definido, volvió a Chile en 1998. Aquí partió
modestamente ocupando el taller de su papá, el escultor Gaspar Galaz.
Cuando los niños ya no cupieron fue el momento de cambiarse y buscar
espacios para mostrar esto tan "mágico" que estaba pasando en su
taller, Lacaracola.
Raúl Torrealba no la conocía. Cuando la recibió a las cuatro de la
tarde de un día de febrero, ella prácticamente lo cubrió con fotos de
los trabajos de sus niños. A la segunda reunión fue más preparada: "Me
acuerdo de haber llevado cajas, cartones y tubos; armé una estructura
y le dije 'sácate los zapatos, métete dentro'. La exposición consistía
en cien esculturas que reflejaban el planeta que habita cada niño y
necesitaba que el alcalde lo viviera". Gracias a esa presentación, la
muestra se repitió por seis años consecutivos.
En esa lucha por conquistar espacios públicos para los niños sus
ambiciones van en aumento. En el 2010 se propuso llevar "Yo soy" -126
autorretratos escultóricos hechos por niños de un colegio de Renca- a
la Plaza de la Constitución y una vez más la primera respuesta fue
"imposible". "Me demoré, fue más duro, fue difícil. Entremedio se
quedaron encerrados los mineros, y me quedé atrapada con ellos. Pero
al final resultó y fue algo histórico. Ningún niño o adolescente había
expuesto ahí y con ese acto demostraron que tienen voz, que el amor
por aprender se puede revivir, y que es transversal".
Dice que lo que sueña para el futuro es más grande que ella. Por eso
formó un equipo multidisciplinario con ingenieros, sicólogos, artistas
y educadores especialistas en autismo, limitaciones de aprendizaje y
conciencia ambiental. Desde abril el ámbito de acción de Lacaracola se
ampliará para llegar no sólo a niños de diversas condiciones sociales,
también alcanzará a otros con capacidades especiales: autismo,
síndrome de Down y limitaciones cognitivas. "Quiero que sean visibles
los que no caben en ninguna revolución pingüino. Por ellos estoy
dispuesta a movilizarme en grande".
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