El horizonte por Francisco Mouat



Diario El Mercurio, Sábado 18 de Febrero de 2012    http://blogs.elmercurio.com/revistasabado/2012/02/18/el-horizonte.asp

Si me concentro en los sonidos, ¿qué escucho este jueves de febrero en Puerto Fonck a las siete y media de la mañana? Una oveja balando a un costado de la cabaña, el rumor permanente de las pequeñas olas del lago Llanquihue, la Niña y Zeus jugando y revolcándose en la maleza, hojas de árboles movidas por un viento ligero, algunos pájaros, el canto de uno de los gallos de Freddy, el encendido del motor de un auto, ladridos lejanos, el tecleo del computador.
También la borra de la lectura de El horizonte, novela del francés Patrick Modiano que acabé ayer al atardecer. Si hubiera que ponerle música al libro, creo que sería un solo de clarinete interpretando Sentimental journey, con notas arrastradas y silencios. Bosmans, el narrador, se compra una Moleskine negra para ir apuntando en cualquier momento del día aquellos recuerdos que le permitan ir armando el rompecabezas de sus años remotos en París, y sobre todo su relación con Margaret Le Coz. “Según iba remontando la corriente del tiempo, a veces se arrepentía: ¿por qué tiró por ese camino mejor que por aquel otro? ¿Por qué dejó que este rostro, o aquella silueta tocada con un curioso gorro de piel y que llevaba un perrito atado con una correa, se perdiera en lo desconocido? Le entraban mareos al pensar en lo que habría podido ser y no había sido”.
Una infinita cadena de pequeños sucesos entretejidos van dibujando la línea de la vida, que corre muy cercana a la frontera donde habitan esos otros pequeños acontecimientos que se perdieron en el tiempo o nunca llegaron a ser. En la medida en que el narrador avanza en busca de ese horizonte que propone el título de la novela, avanzamos nosotros también, sus lectores, vacilantes, en el camino de hallar algo, un indicio que lo vincule con Margaret Le Coz: “Por lo menos, en la duda, aún queda una forma de esperanza, una línea de fuga hacia el horizonte. Uno se dice que quizá el tiempo no ha rematado aún su obra de destrucción y que todavía quedan citas”.
Las otras novelas de Modiano que leí, En el café de la juventud perdida y Calle de las tiendas oscuras, me provocaron durante su lectura la sensación de estar acompañando al autor en la busqueda de unas claves no demasiado nítidas que permitieran desenredar la madeja que él mismo tejió con conjeturas, recuerdos, apuntes en la libreta. La respuesta nunca será concluyente. Eso es lo mejor: no hay sentencias, no hay punto final. Lo que hay es una estrategia narrativa que camina a la par con un mar de preguntas que apenas comenzarán a responderse. A mí, su lector, me agrada acompañarlo en este juego vital y nada estridente donde es probable encuentre señas que debería apuntar en mi propia libreta negra.
“No sé casi nada de estas personas, pensó Bosmans. Y sin embargo los pocos recuerdos que me quedan de ellas son bastante concretos. Encuentros breves en que el azar y la vacuidad desempeñan un papel mayor que en otras edades de la vida, encuentros sin futuro, como en un tren nocturno”. Si hiciera el mismo ejercicio de Bosmans, me concentraría en mis propias Margaret Le Coz a las cuales ir orbitando, y dejaría en el camino a cientos de personas con las que alguna vez tropecé. Es lo que hacemos todos. Es lo que hacen con uno también: tiran algunas hebras de la madeja y nos hacen a un lado. Es saludable así.
Las últimas páginas de El horizonte las leí casi suspendido sobre la arena, como si fuera Bosmans y estuviera a punto de darle un giro a mi vida: “En las lindes del Görlitzer Park, unos jóvenes estaban sentados en las mesas de los cafés, en plena acera. Ahora, Margaret y yo debemos ser los habitantes más viejos de esta ciudad”.

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