El problema de La Polar proviene de dos fuentes principales: por una parte, la errónea y excesiva sobrevalorización de las cuentas por cobrar a los titulares de tarjetas de crédito de la empresa, estimada en alrededor de US$ 1.000 millones, que ha hecho desplomar el valor de sus acciones -incluidos los fondos en los que las AFP administran los ahorros de los trabajadores chilenos- y devaluar los bonos emitidos al mercado, y, por otra, pero relacionada con la anterior, la renegociación de las deudas de los tarjetahabientes morosos, que incluían cobros de comisiones y extensiones de plazos hechos de manera unilateral, lo que constituye una falta grave a la relación entre las partes, las más de las veces en perjuicio del cliente.
Los accionistas de la empresa han visto caer el valor de sus acciones a una fracción del que tenían antes que estallara el escándalo, y lo mismo ha ocurrido con los tenedores de bonos, que recuperarían sólo una parte de sus inversiones, y en plazos muy distintos a los originalmente pactados. Asimismo, los principales administradores de la empresa han sido formalizados, y algunos de ellos se encuentran recluidos en recintos carcelarios a la espera del juicio respectivo. Una porción de los costos del caso ya ha sido absorbida por todos ellos.
En la actualidad la empresa está dirigida por un directorio y una administración distintas, que intentan afanosamente evitar una quiebra, pues ella no sólo terminaría con la posibilidad de que los trabajadores chilenos recuperen el valor de los ahorros que mantienen en los fondos de las AFP, y de que los proveedores y tenedores reciban la devolución de una parte de sus acreencias, sino que en caso de quiebra los trabajadores de la compañía perderían su fuente de trabajo, y los consumidores verían desaparecer una alternativa donde satisfacer su demanda por bienes. Sin embargo, ese esfuerzo requiere no sólo de la flexibilidad de los acreedores -que la han tenido, al otorgar plazos y descuentos compatibles con la delicada situación de la compañía-, sino también de realismo en la aplicación de multas o posibilidades de repactar las deudas de sus clientes afectados en condiciones mutuamente aceptables, que son determinadas por la justicia. En ese sentido, el pragmatismo para lograr que la empresa continúe sus operaciones, lo que permite algún tipo de mitigación para la multitud de afectados, debe superar los rigores de los procedimientos judiciales o de las reparticiones públicas como el Sernac. Si se cobran todas las multas por renegociación unilateral, que es lo que el Sernac solicita, la empresa quiebra, y lo mismo sucede si se le impide renegociar con los clientes perjudicados. La Corte de Apelaciones ha mostrado disposición a aclarar los alcances de su reciente fallo, y ello abre opciones para que finalmente se eviten los nefastos efectos de una quiebra.
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