El inmutable y perpetuo cambio...



El perpetuo cambio
por Gastón Soublette
Instituto de Estética de la 
Pontificia Universidad Católica de Chile
Dossier El tiempo y los tiempos
Revista Universitaria N˚ 85, 
(Santiago de Chile, 2004).

No son pocos los pensadores 
que han establecido como premisa 
de su pensamiento el hecho de que
todo está en constante movimiento.  

Heráclito (ca 544-475 a.C) 
y Confucio (551-479 a.C.) 
son, entre ellos, los más conocidos.  

Confucio llegó al extremo de afirmar 
que lo único inmutable en el universo 
es justamente la ley del perpetuo cambio.

Ambos pensadores 
pertenecen a grandes culturas; 
es oportuno hacerlo notar, 
pues la inmutable ley del perpetuo cambio 
es una dimensión del pensamiento indígena 
y tiene por fundamento la simple experiencia 
de vivir inserto en el orden natural.   

Por eso se puede afirmar que Heráclito 
fue el último indígena griego; comenzaba, 
sin embargo, su proceso de transculturación, 
puesto que emitió sus ideas en el contexto 
de una actividad reflexiva y pedagógica, 
lo que hizo posible su tradición hasta nosotros.

El que Confucio haya considerado 
la ley del perpetuo cambio 
como el centro de su sistema filosófico 
es un hecho acorde con la tendencia 
que la nación china ha puesto siempre 
de manifiesto en todas sus expresiones, 
en el sentido de no perder sus raíces remotas 
aún en los momentos más altos 
de su refinamiento cultural.

Toda gran cultura, sin embargo, 
está como condenada a transformarse 
en una civilización mediante un proceso 
creciente de cristalización e inmovilidad.

En un contexto tal, 
la premisa del perpetuo cambio
degenera en una mera ocurrencia intelectual.

Una subterránea intuición 
penetra en la mente de los hombres:
la de estar bajo la amenaza 
de un quiebre de grandes dimensiones.

En el Libro de las mutaciones de Confucio,
esa situación aparece caracterizada
como «El poder de lo grande».

Se la representa como una viga gruesa y resistente
pero cuyos soportes laterales son muy frágiles.

De continuar así, 
el desastre será inevitable.

Es el precio que han debido pagar
todos los siglos de oro
y los reinados de los soberanos
a cuyos nombres la posteridad
agrega el calificativo de «grande».

Lao Tse (ca. 570-490 a.C.)
explica estas caídas catastróficas
afirmando que la «grandeza»
es contraria al Tao, esto es,
contraria al «sentido del mundo».

La tradición profética de Israel
sigue este mismo criterio.

El último representante de ella,
apodado «el Bautista», lo proclama.
El Redentor, al que el bautista precede,
lo confirma de una vez y para siempre.

• Rígidos e inmóviles

La transformación de la cultura en civilización
comporta un creciente proceso de rigidización.

A este respecto, Lao Tse en el Tao Teh King
llama la atención sobre el hecho de que 
la rigidez es una característica de la muerte,
en tanto que la flexibilidad lo es de la vida.

En ese sentido, los cuatro evangelios canónicos
nos dan una amplia información sobre lo que fue
el choque frontal entre lo que puede llamarse
la luz de la vida y la luz de la ley,
en las polémicas que se suscitaron
a propósito de los milagros realizados
por el Rabí Jeshua en día de sábado.

El apego a la letra, 
la proliferación de las leyes y reglamentos,
la planificación minuciosa a todo nivel,
la calendarización de toda actividad,
el fundamentalismo moral,
la hipocresía que le es inherente,
la obsesión por la seguridad,
el trasplante de órganos,
los afeites y medicamentos
para paliar o disimular
la marchitez de la lozanía corporal,
todo eso acusa una tendencia básica
a controlar lo incontrolable:
la fluidez del ritmo de la vida
y la acción del tiempo.

Por esa vía se puede llegar a la insensatez
de creer que un cierto manejo de la energía vital
en las artes marciales puede sustraer al hombre
del poder de la muerte, como también lo creyeron
los dirigentes de la orden militar de la SS
de la Alemania nazi.

Es en la abrumadora complejidad de la gran urbe 
donde todo se cristaliza y se inmoviliza.

Da la impresión de que todo cambia
pero eso sólo ocurre en un proceso
puramente mecánico de la existencia.

Lo que está inmovilizado
es el ritmo de la vida 
en la psique humana.

No hay un cambio cualitativo del hombre.
Hay un olvido del ser como lo afirma Heidegger.

• «Simples» recursos

El pensamiento 
que sustenta un orden «constituido»
se superpone al que sustenta uno «dado»,
hasta anularlo enteramente.

Las expresiones «recursos naturales»
y «recursos humanos» delatan el hecho.

La naturaleza agredida por la mente humana
es sólo un recurso, como también lo es 
el hombre agredido por la economía.

Así es como el don de la vida
degenera en un problema,
y el vivir se homologa 
al  esfuerzo y aptitud 
para solucionarlos.

Esta concepción es incompatible
con la de la vida como un don,
tanto como la hegemonía del orden
construido es incompatible
con el concepto de un orden dado.

Tal es la raíz del desastre ecológico:
la interferencia arbitraria
de un pensamiento desarrollista
en la trama de la vida del planeta.

Comparados entre sí,
los hombres presentan muchas diferencias,
pero hoy se destaca una muy particular
referida al orden dado, que es
el ecosistema global de la tierra.

Con respecto a éste, 
así como difieren por su calidad ética,
los hombres que lo hacen también por el grado
en que está activa en ellos la memoria genética
de su pertenencia a ese total de vida organizada.

Pero es un hecho comprobado que la humanidad 
se rige por una estructura ajena al orden natural,
y por ende a la noción fundamental de la creación
y a la definición del hombre como creatura.

Es la total inoperancia de los fundamentos de la fe
y la atrofia de la memoria de la especie
lo que transforma al hombre contemporáneo
en un huérfano de la tellus mater.

Esa orfandad es la que aproxima
el pensamiento económico contemporáneo
a una patología.

La idea de Francis Bacon (1561-1626)
de que por la promoción 
de las artes útiles y el comercio, 
puede el hombre recuperar
el estado de integridad 
de que gozaba  en el paraíso, 
constituye un buen ejemplo
de esa patología que, 
trasladada a nuestro tiempo,
adquiere mucha gravedad 
por la inmensa capacidad 
de autodestrucción
que ha alcanzado 
la sociedad industrial.

Tal es el fundamento teológico
(de un marcado carácter calvinista)
que inspira cierta lógica de negocios de hoy
en que la idea de salvación 
se homologa a la prosperidad 
y crecimiento económico,
poniendo un énfasis demencial
en lo que se pretende que fue
el original mandato divino
de dominar a la tierra:
se la considera 
como una fuente de recursos,
no como un orden dado
y total de vida organizada.

Es una forma de ateísmo confesional.

• Repliegues y avances

Habiendo sido Confucio
un filósofo humanista,
las premisas de su doctrina
eran fundamentalmente religiosas.

Su solemne afirmación
de que para conocer al hombre
es preciso conocer al Cielo
lo refleja bien.

De ahí su concepción 
del Gran Uno inmutable
que genera los dos agentes
básicos: el Ying y el Yang.

De ahí, también,
 su concepción
de la trascendencia 
del Supremo Cielo
que proyecta 
sus imágenes primordiales
sobre la tierra, 
donde se materializa 
y toma forma.

De ahí su actitud reverente
y su ética de obediencia
a los mandatos del Cielo.

En lo que se refiere
a la ley de las mutaciones
antes referida, al igual que 
en el pensamiento griego antiguo.

Confucio concibe 
un tiempo profano convencional (Kronos)
esto es, un tiempo calendario
que determina los plazos
en que se llevan a cabo
las acciones de los hombres;
por otra parte, 
un tiempo sagrado (Kayros)
en que se desarrollan
los ciclos del drama humano
según la voluntad del Cielo.

Pocos pensadores han sido
tan sutiles como el filósofo chino
en su observación del mecanismo
del cambio y del tiempo.

En el tratado anexo 
que escribió para entender 
el Libro de las Mutaciones
(I Ching), dice en un pasaje:

«La cuenta de lo que acontece
y se desvanece se basa
en el movimiento que avanza.
El conocimiento de lo venidero
se basa en el movimiento inverso».

Con esto Confucio quiere decir
que el curso progresivo del acontecer
va quemando etapas, mientras
otro proceso correlativo se contrae
en el grado proporcional,
generando así las semillas del porvenir.

Cuando el movimiento 
que avanza hacia una meta 
se desarrolla
hasta colmar su medida,
el profeta siente
que su momento ha llegado.

La voz de Dios confirma
el comienzo de su ministerio
después de haber pasado décadas 
observando con santo temor
como la vida se replegaba,
para dejar a la opulencia
avanzar por la vía ancha
hacia la ruina.

Por eso el profeta
rema contra la corriente.

Los cristianos primitivos
refugiados en sus catacumbas
esperaron su momento escuchando
como los pesados escombros
del imperio romano 
se desmoronaban en el suelo 
que se extendía sobre sus cabezas.

Cuando el estruendo cesó,
salieron a la luz del día
y ya nada volvió a ser como antes.

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