por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Revista de Libros,
Domingo 6 de Noviembre de 2011
No es fácil escribir sobre el libro de un amigo. Una cosa es mandar
comentarios privados por mail y otra dar cuenta de una lectura que
amerite ser dada a conocer a los demás: aquí es donde el vuelo del
pensamiento se traba. Hay escrúpulos, fantasmas de sanciones, el
atavismo culposo que nos impide aparecer "favoreciendo" públicamente
la obra de una persona cercana. Es lo que me sucede con Un muerto
equivocado , de Matías Rivas, libro que por cierto yo favorezco con
plena conciencia y cuyas sucesivas transformaciones vengo conociendo
desde hace años. Rivas es uno de aquellos autores que necesitan
refrendar sus escritos mientras trabajan en ellos. Por eso los da a
leer, considera las apostillas ajenas, modifica los textos, los
reescribe a veces en forma radical. Su filosofía de la composición
contempla varias versiones de un mismo poema, cada una de ellas
enviada a sus amigos en horas de la madrugada.
En este trance de lector-consultor se me fue imponiendo una idea sobre
Un muerto equivocado : que el atractivo de sus textos tiene que ver no
tanto con la presencia de la perversidad sino con el modo como ésta es
invocada. El mecanismo viene a ser como un leit-motiv encriptado: la
inferencia o el subentendido. Cualquiera sea el espesor de las "voces
dramáticas" que en este libro toman sucesivamente la palabra, siempre
o casi siempre parecen hablar de algo cuyo contexto está fuera de
nuestro alcance. Uno puede inferir un trasfondo horrible y a la vez
reconocer detalles familiares de la vida común, fórmula por lo demás
constitutiva del concepto de lo ominoso.
Rivas es un erudito en poesía, por tanto si se decidiera a ofrecer sus
fuentes daría mucha lana que trasquilar. En las páginas de Un muerto
equivocado , sin embargo, no ha dejado indicaciones de este tipo.
Alguien lo ha vinculado de algún modo a Baudelaire. Yo tengo
establecido en sus poemas al menos un eco fundamental: el de la "carta
al tenebroso" firmada, en la novela Kaspar Hauser , de Wassermann, por
el siniestro Lord Standhope (que encubre con el antifaz de la letra
"d" a aquel Philip Henry Stanhope real, autor de un "opúsculo" sobre
el misterioso expósito alemán y por lo demás su celoso financista).
Las frases de Standhope utilizan el énfasis retórico, develan y a la
vez ocultan, en lo que parece ser una queja y una amenaza. "Nada me
impide en este lugarejo adoptar el papel de un Calígula"; "¿qué se
exige de mí todavía?, ¿de qué se me cree aún capaz?... tanta bazofia
me harta el buche y he de empezar a pensar ya en digerirla. Estoy
dándole vueltas a la posibilidad de que me hagan en Roma prelado". Y
después: "En mi juventud me sobraban lágrimas para verter al
contemplar a aquellos muchachos tocando la guitarra del cuadro del
Carpaccio en Venecia; ahora permanecería impasible si se arrancara a
un niño de los brazos de la madre para partirle el cráneo contra un
muro".
El libro de Rivas, en su primera parte, arranca palabras similares
desde la oscuridad. Los que hablan en sus textos son almas
reincidentes en el extravío que podrían declarar, como Standhope:
"Nuestros placeres son nuestros verdugos".
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