Una pequeña gran novela de Iréne Némirovsky
por Ignacio Valente
Diario El Mercurio, Revista de Libros,
Domingo 2 de Octubre de 2011
http://diario.elmercurio.com/2011/10/02/al_revista_de_libros/revista_de_libros/noticias/0E6FE173-886F-4F6B-8912-F92876F44853.htm?id={0E6FE173-886F-4F6B-8912-F92876F44853}
"Nieve en otoño" es una miniatura terrible y conmovedora, brutal y
delicada a la vez,
escrita con sangre en las venas, con una lucidez despiadada y tierna.
Después de ese fenómeno literario, editorial e histórico que fue la
aparición tardía de la Suite Francesa en 2004, el gran público conoció
la trágica vida de su autora: nacida en Kiev (1903), Iréne Némirovsky
huyó del comunismo ruso con su familia a París; inició allí una
carrera literaria precoz y brillante, que fue truncada durante la
Segunda Guerra por su deportación a Auschwitz, donde fue asesinada por
los nazis en 1942, a los 39 años. Al lado de la monumental Suite ,
esta breve nouvelle -su tercer libro, que acaba de publicarse en
castellano- parecerá una obra menor, y sin duda es una miniatura; pero
es una miniatura terrible y conmovedora, brutal y delicada a la vez,
escrita como ya casi no se escribe hoy, con sangre en las venas, con
una lucidez despiadada y tierna.
Tatiana Ivanovna, una vieja criada campesina que ha servido por tres
generaciones a una familia de la nobleza rusa, acompaña a sus señores
al exilio, en la desolación y pobreza de un destartalado piso de los
suburbios de París, donde vive de recuerdos y nostalgias. La Rusia
antigua, sus nieves y hielos, la gran guerra, la revolución soviética,
la vida en Francia, hacen pensar en un fondo autobiográfico de la
novela, pero sólo por los datos externos que conocemos de la autora,
pues el relato es substantivo, reposa sobre sí mismo, carece de las
típicas y penosas fluctuaciones entre vida y ficción, y su valor
reside en la fuerza del lenguaje y de la fantasía: de la
transfiguración, en una palabra.
Ni idealización ni melodrama contaminan la feroz austeridad de una
narración conducida con alta fuerza poética en torno a los ejes
centrales de la memoria, la sangre, el paso del tiempo, la guerra y la
ausencia. Una extraña perspectiva de los hechos, a la vez distante y
próxima, íntima y remota, es uno de sus mayores aciertos narrativos.
La escritura, sumamente femenina, está hecha de rápidas pinceladas
impresionistas, diría que a la manera de nuestra María Luisa Bombal,
sólo que con superior aliento épico, con más historia en torno, con
más dramatismo.
Némirovsky omite hábilmente los enlaces y pormenores superfluos (que
tantos narradores se sienten llamados a explicitar); ella escribe a
golpes de intuiciones cargadas de afectividad e imaginación. No
encontraremos aquí ninguna descripción que no sea el velo y la
revelación de una interioridad humana. Predomina el don de sugerir
hechos, sentimientos, acciones, incluso diálogos, en vez de
desarrollarlos. (¿Quién, qué notable teórico afirmaba que el arte es
esencialmente sugerencia?) Aun los espacios vacíos dentro del
argumento, sus saltos y silencios, son elocuentes: hablan sin voz,
expresan, como en la música.
El personaje central del relato es un carácter que ya no existe en
nuestro mundo: la criada de toda una vida, tan integrante de la
familia como lo son sus miembros -padres, hijos, nietos- por la
sangre. Es la nianechka rusa, algo así como la "mama" chilena de
tiempos pasados; es el arquetipo de la fidelidad, del olvido de sí,
del amor más terco e indestructible. En el tremendo vacío moral y
material del exilio de sus señores, la nianechka es el único ser que
vive de veras, el único que conserva raíces, memoria e identidad, el
único que preserva intacta la capacidad de amar. Es por eso el único
personaje que puede producir empatía en el lector.
Leyendo a Némirovsky nos damos cuenta de que hoy, como lectores, se
nos ha vuelto extraño el sufrimiento, sí, el sufrimiento verbalizado,
ése que rara vez existe en los autores contemporáneos, incapaces de
pulsar las fibras más hondas del corazón humano. Obras como ésta,
sobre todo cuando aparecen de súbito entre nosotros 80 años después de
haber sido escritas, nos hacen sentir la medida de la deshumanización
de Occidente durante el mismo lapso. Iréne tenía apenas 28 años cuando
escribió este libro; bien pudo ella, tras este paso estupendo, llegar
a aquella cumbre que se llamó Suite francesa .
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