Luis Poirot: La gran visión de unos ojos enfermos‏


por Jimena Silva Cubillos
Diario El Mercurio, Vivienda y Decoración, sábado 1˚ de Octubre de 2011
http://diario.elmercurio.com/2011/10/01/vivienda_y_decoracion/perfil/noticias/b5a3ef36-7d1b-494d-965e-3f8f1c7fc014.htm

Lo suyo es la fotografía análoga en blanco y negro, la fuerza de la
luz y de los tonos. Hace 50 años Luis Poirot viene capturando el
teatro, la naturaleza, iglesias y puentes, el desnudo, las
construcciones a punto de caer y sobre todo retratos de personajes del
mundo de la cultura que le han ayudado a lidiar contra su temor al
abandono, a construir su identidad y a cultivar la memoria. Hasta el 4
de noviembre presenta "Identidad fortuita" en la Biblioteca Nacional,
muestra que reúne imágenes de Víctor Jara, Ana González y Raúl Ruiz,
entre otros artistas, escritores e intelectuales.

Estaba en Bruselas, donde era agregado cultural de Chile,
recuperándose de un ataque al corazón que le dejó cuatro by pass. Fue
entonces cuando lo llamaron del hospital para contarle que estando
anestesiado le habían sacado un pequeño bulto sobre el párpado del ojo
izquierdo. Se trataba de un cáncer muy agresivo en el lagrimal;
tendrían que sacarle ese ojo y parte del rostro. "Por recomendación de
mi oculista de Santiago esa misma noche viajé a Miami", recuerda el
fotógrafo Luis Poirot, a diez años de que le extirparan un tumor, le
pusieran media nariz de titanio y le rellenaran la cara con silicona.
Pero conservó el ojo.

Tras dos meses de radioterapia -"recibí el máximo que una persona
puede tolerar"-, el oncólogo advirtió: "el trabajo de gasfitería está
hecho. Lo nuestro terminó; si se deja abatir, el cáncer lo ataca en
tres meses más y se muere. Debe rechazarlo, poner resistencia".

"Yo pensaba para qué molestarse tanto si éste es el fin de mi cuento.
Para qué voy a dar la pelea. La radiación no duele pero va
desgastando, te debilita. Molesta el sol y la luz. Ahí me salvó
Fernanda -su pareja hace diez años y madre de sus hijas Aurora e
Isabel, de 4 y 1 año. Ella me llevaba al hospital, a las librerías,
que es una de las cosas que más me gusta. Me obligó a tomar fotos
porque sabía que esa era mi mejor terapia. Creo que fue mi abuela
quien me la mandó, porque dejé de soñar con ella cuando apareció
Fernanda", cuenta Poirot, evidenciando lo importante que han sido
ambas mujeres en su vida.

Actor y director teatral de profesión, Luis Poirot de la Torre nació
hace setenta años en Santiago, donde se crió de la mano de su abuela
paterna. Es hijo de un francés que partió a la Segunda Guerra Mundial,
al mando del general De Gaulle, cuando él tenía sólo un mes y su
hermano 5 años. "Un día, cinco o seis años más tarde, mi mamá me llevó
a buscar a mi papá. Partimos a Cerrillos, y creí que era para escoger
un papá, como si fuera una juguetería. Por supuesto, me equivoqué de
hombre, y cuando mi papá me tomó en brazos para besarme me largué a
llorar. Fue un padre muy ausente, pero muy marcador; la relación
importante la tuve con mi abuela".

Se llamaba Lucy y hablaba en francés; "era el idioma confidencial
entre los dos". Cuando Luis tenía 9 años desarrolló una alergia
intensa en los ojos, enfermedad que le impedía abrirlos porque se
infectaban. Por consejo médico se instaló varias primaveras en la
playa, en una casa en Tejas Verdes, y allí su abuela lo acompañaba, lo
cuidaba y entretenía. "Yo sabía que mi madre me quería y mucho, pero
la pobre era de esas generaciones que no tocaban. Ni padre ni madre
tocaban, pero mi abuela sí era extremadamente cariñosa", dice Poirot,
quien a ella le confidenció, a los 18 años, que abandonaría la Escuela
de Leyes para estudiar Teatro, y también, a los 25, que se casaría con
Carla Cristi, una actriz diez años mayor. "Ambas situaciones fueron
rechazadas por mis padres y tíos, pero siempre tuve el apoyo de mi
abuela".

Teatro y Periodismo

Los primeros pasos de Luis Poirot en la fotografía los dio en el
teatro. Corría 1964, venía llegando de París, donde estuvo un año
estudiando Cine y Televisión becado, y con la ayuda de su padre se
había comprado una cámara fotográfica. "Tenía claro que no volvería a
trabajar como actor -a comienzos de los sesenta hizo papeles en el
Teatro de la Universidad de Chile y en el Ictus-; quería dirigir
televisión, pero no me dieron oportunidad. Ser joven era un pecado,
nadie confiaba en tus conocimientos. Tenía que hacer actos de humildad
absurdos como llevar el cafecito o los recados, y yo sabía mucho más
que los que estaban dirigiendo. No aguanté, estaba cesante y de
aburrido empecé a ir a los ensayos del Ictus, y a sacar fotos con mi
Rolleiflex de segunda mano".

¿Cómo un amateur?

-Había aprendido a manejar la cámara con el manual de instrucciones.
No sabía revelar, ni ampliar, mandaba a Reifschneider. El dramaturgo
Jorge Díaz vio las fotos, y se interesó en mi trabajo. Decía que
tenían el punto de vista de la persona de teatro, y me pidió que
hiciera las fotos de sus próximas obras.

Aunque no tenía idea de la técnica, comenzó con Otelo y El nudo ciego.
La práctica en blanco y negro, y el consumir revistas de fotografía
norteamericanas y francesas lo fueron formando. Aprendió como pudo y
viendo trabajar a René Combeau -un maestro de la fotografía teatral-,
a quien incluso llegó a reemplazar cuando él viajaba, "era una gran
responsabilidad". De ahí pasó a retratar a escritores e intelectuales,
trabajó en la editorial Zig-Zag y en la revista Eva que empezaba a
hacer color para competir con Paula por el avisaje. De eso él no sabía
nada, pero se largó igual con fotos de moda, "porque era un pretexto
para fotografiar mujeres bonitas".

Aunque lo declararon experto en el tema, Poirot no estaba cómodo. No
había modelos fotográficas y él tenía que conseguirlas entre amigas y
conocidas; no contaba con equipo de iluminación y tampoco estudio.

Así, en marzo del 69 empezó a dar clases en la Escuela de Periodismo
de la Universidad Católica. El fotógrafo Juan Domingo Marinello, quien
entonces cursaba tercer año, se convirtió en su ayudante. "Para él la
gran foto no es la anécdota dura, sino la metáfora. Sus fotos siempre
tienen un protagonista, y de antemano define muy bien el encuadre y
los alrededores que constituyen la atmósfera. Para Lucho la
organización de la fotografía es muy importante; él extrapoló eso del
teatro. Ha hecho muy poco color; su expresión es el blanco y negro, la
fuerza de la luz, sus tonos y carácter", dice Marinello.

Eso mismo destaca Víctor Mandujano, periodista y crítico de
fotografía. "Maneja muy bien la luz y la sombra, la esencia de una
buena foto, además del blanco y el negro. En sus obras pueden
reconocerse al menos quince tonos de grises. En color tiene una serie
preciosa: 14 Iglesias de Santiago de Chile (2000), un encargo de la
Universidad Católica. Son interiores con un trabajo de luz único, una
semipenumbra donde todo es absolutamente identificable, muy nítido.
Lucho debe ser de los últimos dinosaurios que se ha negado a
asimilarse al sistema digital. Todavía toma fotos análogas y las
revela con los métodos tradicionales en papel, porque cree que lo
digital aún no ha alcanzado la definición, calidad ni nitidez de la
foto convencional".

La identidad como tema

Tras vivir dos años en París, donde se refugió con quien entonces era
su mujer y su hijo Andrés -cuando a fines de 1973 fue expulsado de la
Universidad Católica, "porque me consideraron un peligro para la
juventud"- se instaló en Barcelona. "Si bien trabajaba, hacía fotos y
vivía la realidad social de esa ciudad y de España, mi tema comenzó a
ser Chile y los chilenos que pasaban por mi casa. Exiliados o visitas
que no sabía si volvería a ver, y sin mayor propósito, terminábamos de
comer, ponía la luz de un flash y les hacía un retrato". Así
fotografió a Claudio di Girolamo, Enrique Lihn y otros tantos
personajes, reconstituyendo su memoria.

Un libro que preparaba sobre Pablo Neruda, a petición de la
Municipalidad de Barcelona, lo trajo de vuelta a Chile luego de casi
diez años. "Tenía retratos suyos y algo de la casa de Isla Negra, pero
no era suficiente. Me contacté con Matilde Urrutia, hice más fotos,
también tomé la casa de Valparaíso y retraté a muchos de sus amigos",
recuerda Poirot, quien volvió a Barcelona conectadísimo con el poeta y
tras estudiarlo largos cuatro años lanzó el libro "Neruda: Retratar la
ausencia (1986)". "Tomaba fotos en El País para ganarme la vida, pero
cada vez hacía menos porque mi tema era Neruda, Neruda, Neruda. Estaba
obsesionado con Chile, pero no era la vuelta folclórica. Yo no echaba
de menos la cordillera, ni las empanadas ni la cueca".

¿No era la nostalgia propia del exiliado?

-No, para nada. Era el intento de encontrar una identidad y pienso que
esa era la influencia española porque yo vi un pueblo con una
identidad nacional y regional tan especial, que algo despertó en mí.

Hacer el libro de Neruda le ayudó "a recuperar una identidad cultural.
Yo la había perdido y la juventud de Chile no la estaba conociendo. Me
sentí como una especie de brujo de tribu que traspasaba una tradición
oral y visual a su pueblo".

¿La fotografía es una herramienta para constituir la memoria?

-Yo transmito memoria. La fotografía no habla del futuro, salvo la
publicitaria, que te promete un mundo mejor si consumes tal o cual
cosa. Pero el resto de la fotografía es memoria, tanto para el que la
toma como para el que la ve.


El regreso y la familia

En 5 de marzo de 1985 Chile lo recibió con un terremoto y él salió a
las calles con una cámara de placas 4x5 pulgadas a captar la
destrucción de templos y casas de fachada continua, y el abandono de
Santiago tras el desconcierto de su gente. Luego volvió a hacer
clases; primero en la Escuela de Artes de la Universidad Católica y en
algunos institutos, para optar finalmente por crear sus propios
talleres de fotografía que hasta el día de hoy sustenta en base a un
diálogo, la reflexión profunda y la entrega de herramientas para
realizar trabajo autoral. "No hay principio ni fin, no hay
competencia, ni calificaciones y cada uno sigue su proceso interno",
explica Poirot, quien está realizando, junto a la fotógrafa Fernanda
Larraín, cuatro talleres de fotografía análoga. Él se encarga de toda
la parte oral, y ella del laboratorio.

¿Y cómo la conociste?

-Ella fue mi alumna en el taller, pero entonces no teníamos ni
siquiera una amistad. Es 39 años menor que yo, y cuando me preguntan
si es mi hija, digo que es mi amante, mi concubina.

¿Fernanda fue el motivo del quiebre de tú matrimonio?

-Estuve casado 35 años y me había ido un par de veces de la casa, pero
terminaba volviendo, lo que fue un error. Tendría que haberme separado
diez años antes porque con Carla arrastraba una relación que era
amistad, pero no amor. Me sentía responsable de ella; después un
siquiatra me dijo que probablemente yo no quería repetir la historia
de abandono de mi padre con mi madre.

¿En qué minuto Fernanda se convirtió en tu mujer?

-La nuestra es una relación construida lentamente; cuando yo empecé
con mi percance de salud ella partió a Bélgica. Le dije ándate,
búscate una pareja más joven. Yo ya soy un hombre que está al final de
su vida, no tengo nada que ofrecerte, no es justo, pero se quedó
conmigo, me cuidó y me sacó adelante.

Hace diez años Luis y Fernanda viven juntos; no están casados pero
ahora que a Luis le salió el divorcio piensan hacerlo. "Al menos ya le
pedí la mano a sus padres, y a ella también. Por mis hijas y por
Fernanda quiero casarme, aunque nunca me han exigido algo".

¿Vives una segunda vida después de los sesenta?

-Absolutamente; es un regalo, un tiempo extra. Nunca pensé que sería
padre otra vez. Nosotros llevábamos cuatro años viviendo juntos,
volvimos a Chile y empezamos a pensar en la posibilidad de tener un
hijo. Yo no sabía si podía porque desconocía el daño que había
producido en mi organismo la radiación y los medicamentos.

¿Quisiste que Fernanda viviera la experiencia de tener un hijo?

-Toda mujer siente en algún momento que no es completa si no tiene
uno, y además es la prolongación normal de una relación entre dos
personas que se va haciendo cada vez más profunda. Fue una decisión
buscada, tomada y esperada con alegría. Para mí ha sido una
responsabilidad asumirlo como hombre mayor. No importa los años que
esté con ellas; mientras dure seré padre presente y dialogante con mis
hijas. A diario les digo que las quiero, las besuqueo, abrazo y
regaloneo.

Hoy cuida su corazón con medicamentos que toma a diario para bajar la
presión y mantener la circulación. Del cáncer no se fía pero se
mantiene atento a los síntomas, sobre todo porque hace tres años le
diagnosticaron diabetes. "Sigo un régimen cuidadoso; no consumo
azúcar, tampoco fumo ni tomo alcohol. Y este año sin falta me operaré
de cataratas en el ojo derecho, algo que he postergado porque es muy
caro y porque soy cobarde. Me aterra volver a un hospital; toparme con
las enfermeras y doctores, los recuerdos. Todo eso me habla de
momentos muy difíciles".

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