Enrique Concha:
El señor de la moda autóctona chilena
por Juan Luis Salinas
Diario El Mercurio, Revista Ya, martes 6 de septiembre de 2011
http://diario.elmercurio.com/2011/09/06/ya/revista_ya/noticias/6C8C6417-D6AA-42E0-9145-E666B33D667F.htm?id={6C8C6417-D6AA-42E0-9145-E666B33D667F}
Hace cuatro décadas, el arquitecto Enrique Concha ideó una colección
de telas inspirada en las grecas de las cerámicas diaguitas. Su
ocurrencia fue aceptada por textiles Yarur y dio inicio a una "Campaña
de la moda y vestuario autóctono chileno", que fue presentada en 1972
en el Museo de Bellas Artes. Quería cambiar el guardarropa de las
chilenas con un estilo absolutamente nacional. Un proyecto que luego
fue olvidado, al igual que su creador, quien murió en Valparaíso en
1979. Esta es su historia.
Sucedió en mayo de 1972. El Museo de Bellas Artes montó una muestra
con una propuesta de moda que rompía todos los esquemas. Los diseños
con inspiraciones ancestrales, siluetas primitivas y en telas que se
remitían a una estética precolombina, estaban firmados por dos
creadores-artistas: la tejedora chilota Nelly Alarcón y el arquitecto
Enrique Concha. Mientras Nelly Alarcón -una profesora de Castro que
había llegado a Santiago- mostró prendas armadas con telares y lanas
chilotas, Enrique Concha -un arquitecto de la Universidad Católica de
Valparaíso- desarrolló una colección con textiles coloreados con
grecas diaguitas, una cultura que habitó al sur de Copiapó.
Aparentemente simples, las dos propuestas eran ambiciosas: querían
revalorizar la cultura chilena, unirla con el mundo del arte en todas
sus manifestaciones y, de paso, imponer una costura inequívocamente
chilena.
"¿Por qué pagar royalties en el extranjero por estampados de flores y
dibujos abstractos que nada significativo nos dicen a nosotros los
chilenos, pudiendo explotar esta veta riquísima de diseños
autóctonos?", decía Enrique Concha a la revista Paloma en su estudio
de arquitectura frente a la plaza Vergara de Viña del Mar, como una
declaración de principios. Concha sabía que estaba iniciando algo
importante y lo escribió en el catálogo de la exposición del Museo de
Bellas Artes, espacio que había acogido esta muestra que formaba parte
de la "Campaña de la moda y vestuario autóctono chileno", un proyecto
auspiciado por el consejo ejecutivo de manufacturera de algodones
Yarur y que organizó la comisión femenina de la Tercera Conferencia
Mundial de Comercio y Desarrollo, que entonces se efectuaba en Chile.
Fue la consolidación de un concepto de moda única y nacional, un
ejercicio estético que nunca ha vuelto a ser igualado en la costura
local, pero que tuvo exponentes que hasta hoy se recuerdan: Marco
Correa, quien acicaló a las elegantes santiaguinas con vestidos
tejidos; Nelly Alarcón, que presentó sus diseños chilotes en París, y
Alejandro Stuven, quien desarrolló con una empresa textil
estadounidense una colección de ponchos hechos en telas más modernas.
Irónicamente, de Enrique Concha, el hombre que ideó la exposición y
generó este concepto de moda, no se habló más.
Seis años después de la muestra en el Museo de Bellas Artes, Enrique
Concha murió de cáncer en su casa en el cerro Castillo de Viña del
Mar. Tenía 49 años, cinco hijos. Aunque siempre tuvo la idea de
retomar el trabajo textil, los cambios que sucedieron con la llegada
del gobierno militar lo impidieron.
El colorido de la moda autóctona que brilló en 1972, al año siguiente
palideció frente a la encrucijada política del país.
Creador. Múltiple. Incansable. Son los adjetivos más nombrados por
quienes conocieron a Enrique Melchor Concha Gana. Todas esas
expresiones las comprueban los recortes de prensa que guarda su
familia. En todos los artículos, su formación profesional como
arquitecto siempre fue complementada con otros títulos como diseñador,
fotógrafo, pintor, orfebre o decorador.
-Enrique vivía creando, ideando proyectos. Antes de su muerte siguió
pintando y extendía papeles sobre su cama para bosquejar planos -dice
Sara Blanlot, su viuda. Ella lo conoció cuando estudiaba arquitectura
y luego se radicó con él en Viña del Mar, donde desarrolló su carrera.
Sara también lo acompañó por unos meses en Chicago, donde el
arquitecto realizó una pasantía con Ludwig Mies van der Rohe, el
arquitecto alemán que fue el último director de la escuela Bauhaus de
Dessau y el hombre tras el lema "Less is more" ("Menos es más"). Al
taller de Mies van der Rohe -en la calle Ohio 230, en el centro de
Chicago- Enrique Concha llegó becado por la Fundación Doherty. Aunque
sabía que solo aceptaban a egresados de la Escuela de Arquitectura del
Instituto tecnológico de Illinois, Concha envió su solicitud y fue
incluido contra todo pronóstico. "Creo que Mies van der Rohe me tomó
en cuenta como si yo fuera uno de esos discípulos medievales que
recorrían medio mundo a la siga de un maestro", escribió el arquitecto
en un artículo publicado en El Mercurio en noviembre de 1977.
Pudo quedarse en Chicago, pero ya tenía dos hijos y venía un tercero.
Lo meditó con su esposa y optaron por retomar su vida en Viña del Mar.
Desde ahí comenzó su escalada creativa.
-Mi padre tenía una cabeza incansable. Por nuestra casa circulaba
gente de todos los ámbitos. Desde Julio Zegers hasta Pablo Neruda.
Cuando Indira Gandhi visitó Chile fue a su taller y salieron a
recorrer Valparaíso -dice la productora de modas Tere Concha, hija de
Enrique.
Entre sus trabajos arquitectónicos más reconocidos están el diseño del
Hotel Araucano en Concepción, una labor que realizó a inicios de los
70 y en la que incorporó maderas de la zona, elementos de la cultura
mapuche, fotografías a modo de murales de esta etnia y lámparas de
hierro forjado que armó con chatarra de la Compañía de Aceros del
Pacífico. Al mismo tiempo ejecutó la remodelación del Hotel O´Higgins
en Viña del Mar en el que incluyó elementos decorativos de la cultura
diaguita, los mismos que luego aplicó en la moda.
Como pintor realizó varias muestras. Sus obras las ejecutaba en un
taller que tenía en Reñaca y consistían en pinturas cubistas y
coloridas que reinterpretaban las postales urbanas de Valparaíso. Como
fotógrafo expuso murales con las imágenes que capturó de sus viajes
por Europa, especialmente los canales de Venecia. Como orfebre diseñó
una colección de colgantes y pulseras de plata que replicaban los
dibujos y las grecas que decoraban las cerámicas precolombinas. Y
luego vino la moda.
Enrique Concha acostumbraba a decir que su primer acercamiento con el
arte fue desastroso. No sobrepasaba los siete años cuando dibujó una
figura irreverente y garabateada con trazo rápido en la parte trasera
de una antigua acuarela que decoraba el living de la casona familiar
en Pedro de Valdivia. El arranque creativo causó la ira paterna y la
prohibición de seguir "pintando monos". Obedeció, pero el interés
creativo no declinó. En su época de escolar como alumno de los Padres
Franceses de Alameda, le gustaba recorrer detenidamente el camino de
vuelta a su casa mirando las fachadas de los edificios. Fue la primera
vez que pensó en estudiar arquitectura.
Sus planes debieron superar un paso por la Escuela Naval -que lo llevó
en una expedición a la Antártica- de donde salió para matricularse en
la Facultad de Arquitectura de la Universidad Católica y luego
trasladarse a la Universidad Católica de Valparaíso, porque le pareció
más interesante el proyecto artístico-poético que por entonces comenzó
a ensayar esa escuela. Cuando egresó, decidió complementar su
formación trabajando durante un año como obrero de la construcción.
Esa experiencia, decía, lo aterrizó en el mundo real.
El arquitecto tenía la idea de ampliar sus horizontes en la moda desde
hacía tiempo. Los culpables fueron sus constantes viajes por el norte
de Chile, Chiloé, Isla de Pascua y todo el sector andino de
Sudamérica. También la colección de piezas arqueológicas que tenía en
su departamento en el cerro Castillo de Viña del Mar: máscaras
pascuenses, cerámica peruana, alfarería del Norte Chico, telares y
tambores mapuches. De tanto mirar sus piezas, Enrique Concha se
convenció de que las grecas y las figuras que los decoraban no tenían
nada que envidiar a los estampados, bordados y diseños geométricos
inspirados en India, África y centroeuropeos que imponía la moda
europea contagiada por lo hippie y lo folk. Su razonamiento fue:
"Estos estampados son mucho más auténticos que las manoseadas
florcitas sobrexplotadas que simbolizan la ternura y la poesía de la
naturaleza".
En 1971 se presentó en las oficinas de textiles Yarur -entonces
intervenida por el Estado-, y les propuso su idea. Vicente Poblete, el
interventor de la fábrica, se convenció con los argumentos de Concha y
con las 55 posibilidades de diseños textiles que había detectado en la
alfarería diaguita.
"El consejo de administración aprobó la idea de comprárselos. Luego se
hicieron los primeros estampados a mano para ver cómo quedaban en el
género y se expusieron las muestras a los 2 mil 500 trabajadores de la
fábrica, los que escogieron doce combinaciones de colores de diseños
diaguitas", comentó al año siguiente Vicente Poblete a la revista
Paloma cuando presentó oficialmente la colección.
En ese artículo, el ejecutivo dejó entrever que más allá del valor
estético y la originalidad del concepto, una de las principales
razones para aprobar el proyecto de Concha fueron sus implicancias
políticas y económicas. De hecho, los estampados solo se aplicaron
sobre telas modestas como tocuyo y popelina mercerizada de 90
centímetros de ancho: la idea era democratizar su consumo. Ponerlos al
alcance de todas las chilenas, quienes podrían utilizarlos en sus
guardarropas para la primavera-verano 1972-1973.
La idea no paraba ahí. Con el trabajo de Enrique Concha, sumado a los
textiles chilotes fimardos por Nelly Alarcón, textil Sumar inició su
"Campaña de la moda y vestuario autóctono chileno" que en mayo de 1972
se tomó el Bellas Artes. Una exposición que obligó al arquitecto a
pasar del diseño textil a la creación de vestuario con la ayuda de la
costurera belga afincada en Valparaíso, Lina van Damme.
La señora Van Damme, quien estudió alta costura en Europa, creó 24
vestidos con formas de chamal -una suerte de poncho rectangular-,
túnicas afirmadas con traruhue -una faja angosta- o minifaldas que se
hicieron a la medida de los cuerpos de las modelos que los lucieron en
el catálogo. Para complementarlos, Enrique Concha también creó una
serie de colgantes, pulseras y medallones de plata que replicaban la
abstracciones de aves, animales y figuras humanas de la alfarería
diaguita.
"No debemos copiar sino desarrollar la imaginación tomando y recreando
lo nuestro, sin necesidad de seguir comprando lo que indican los
diseñadores europeos", aseguró en la presentación de sus vestidos,
antes de comentar que los estampados diaguitas estaban lejos de
agotarse porque se podían multiplicar hasta en más de tres mil diseños
diferentes.
Del experimento estilístico que impulsó Enrique Concha ahora solo
quedan los recortes de prensa y las fotografías que tomaron Horacio
Walker y Bob Borowicz en el Norte Chico y en Isla de Pascua. Su hija,
la productora de modas Teresa Concha, conserva algunos de los vestidos
que integraron la exposición y las joyas que diseñó en plata con un
orfebre de Valparaíso. Su viuda, Sara Blanlot, también guarda el
catálogo de la muestra en medio de unas carpetas. Ahí en el
cuadernillo -publicado por editorial Quimantú- hay una reseña
histórica del trabajo ideado por Enrique Concha. Se titula "De los
tiempos olvidados en el tiempo". Como la historia de este arquitecto
diseñador.
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