Fracaso de liderazgos
por Sebastián Edwards
Diario La Tercera, 13 de agosto de 2011
Imaginémonos el siguiente cuadro:
un presidente que se siente
más inteligente que sus interlocutores,
una oposición cuyo principal propósito
es obstruir toda iniciativa del Ejecutivo,
congresistas de gobierno indisciplinados
que sueñan con la primera magistratura,
y un público frustrado e insatisfecho
que cree que los líderes políticos han fallado.
¿Le suena conocido?
Bueno, resulta que no estoy hablando
de nuestra querida larga y angosta franja de tierra.
Me refiero a los Estados Unidos,
donde durante los últimos meses
las ideologías han triunfado
por sobre la razón y la cordura,
y donde los líderes políticos se han esfumado.
Porque resulta que el problema estadounidense
no es, en lo fundamental, un problema económico,
fiscal, o financiero.
Es un problema político.
Un problema de falta de liderazgos,
de choque de egos,
de incapacidad para entender
que la política no es otra cosa
que el arte de lograr acuerdos,
forjar alianzas,
y avanzar dentro de lo posible.
Y debido a esta crisis política,
el país del norte se encuentra
en el centro de la reciente
inestabilidad financiera
y ha sido castigado duramente
por la calificadora de riesgos
Standard and Poors.
Lo peor es que,
a pesar de la rebaja
de la calificación de la deuda
y de la inestabilidad financiera
que ello ha provocado,
no pareciera que en los próximos meses
se vayan a lograr
avances significativos en el área fiscal.
De pronto, uno se pregunta:
¿dónde están los líderes de antes?
Y uno recuerda a Franklin D. Roosevelt,
quien terminó con la Gran Depresión y derrotó a Hitler;
y a John F. Kennedy, quien se comprometió
en poner a un hombre en la luna
antes de terminada la década de los 60;
y a Lyndon B. Johnson,
quien derrotó la segregación racial;
y a Ronald Reagan,
quien desafió (y derrotó) al "imperio perverso".
LA ERA DE LOS EXTREMISMOS
La actual falta de liderazgos
se ve agravada por el surgimiento,
cada vez con más fuerza,
de un grupo político de extrema derecha
con ideas mesiánicas y altamente dogmáticas.
En las últimas elecciones parlamentarias
el llamado Tea Party -un grupo
dentro del partido republicano-
logró elegir más de 70 miembros
de la Cámara Baja, los que,
para todo efecto práctico,
pueden bloquear
casi toda iniciativa legislativa
que no coincida con sus ideas.
Si a esto le agregamos que los demócratas
cuentan con su propio contingente
de congresistas doctrinarios e intransigentes,
tenemos los elementos requeridos
para una "tormenta perfecta",
para una situación de parálisis y ceguera,
para una guerra de trincheras sin treguas.
Y eso es, precisamente
lo que pasó hace unas semanas
con la discusión
sobre el techo de la deuda federal.
A pesar de los esfuerzos
de los líderes de los dos partidos,
las alas extremas no cejaron,
ni dieron su brazo a torcer;
al contrario, se atrincheraron con firmeza
y dijeron "de aquí no nos movemos".
El Presidente Obama, por su parte,
fue incapaz de convencer
a los miembros del Congreso
sobre la urgencia de la situación,
y de la necesidad imperiosa
por lograr un acuerdo.
De hecho, cuando finalmente
parecía que las posiciones se acercaban,
y se iba a lograr un compromiso,
las declaraciones arrogantes
y pomposas del presidente
-dijo que los miembros del Congreso
eran unos niños
y que él era el único adulto
responsable en Washington-
desrielaron el arreglo.
El resultado fue un espectáculo
tan patético como vergonzoso.
Día a día el público veía a dos trenes
que se marchaban a toda velocidad,
y en sentido contrario,
sin que los encargados del tráfico
y de asignar las líneas hicieran nada
por evitar el choque fatal.
Al final, la colisión
fue evitada por un pelo,
cuando el techo de la deuda
fue elevado a última hora.
Pero el daño ya se había hecho.
¡ES LA POLÍTICA, ESTÚPIDO!
Durante la campaña presidencial de 1992,
el estratega demócrata James Carville
acuñó una frase importantísima,
que se transformó en una especie de mantra
entre los partidarios de Bill Clinton:
¡Es la economía, estúpido!
Lo que Carville quería decir
era que, en esos momentos,
casi todos los problemas del país
se reducían a problemas económicos.
Hoy en día, y parafraseando a Carville,
hay que decir, ¡Es la política, estúpido!
Porque lo triste de todo esto es que,
desde un punto de vista puramente técnico,
la solución al problema fiscal estadounidense
es relativamente simple, y no requiere
de cambios demasiado profundos
ni en gastos, ni en ingresos.
La cosa es así:
la mayoría de los economistas reconoce
que desde el país debe, simultáneamente,
reducir sus obligaciones de largo plazo,
mediante una reforma jubilatoria y de salud,
e introducir un nuevo estímulo fiscal de corto plazo.
Lo primero reduciría
los pasivos contingentes
-pasivos no documentados
que se calculan
en 60 trillones de dólares-,
mientras que lo segundo
permitiría acelerar la recuperación
(o disminuir la probabilidad
de una nueva recesión).
Los desequilibrios jubilatorios
se eliminarían
con dos medidas simples:
un aumento de la edad
de jubilación en dos años,
y un cambio en la fórmula
de indexación de las pensiones.
En vez de ajustarlas
de acuerdo al índice de salarios,
debieran de ser aumentadas de acuerdo
al índice de precios al consumidor.
Resolver el déficit de salud
es algo más complicado,
pero no imposible.
Esencialmente lo que se requiere
es aumentar los co-pagos
de aquellos participantes
de mayores ingresos,
y aumentar la eficiencia
de los hospitales y clínicas.
El problema, claro,
es que los demócratas más partisanos
se niegan a introducir ajustes
de este tipo a los programas sociales.
Una serie de expertos
han planteado que cambios
relativamente menores
al sistema impositivo
lograrían aumentos significativos
en los ingresos federales.
Pero eso no es todo:
la mayoría de las reformas
de impuestos propuestas
reducirían distorsiones,
mejorarían la eficiencia
del sistema económico
y permitirían aumentar
la productividad y el crecimiento.
Entre estas ideas se encuentra
eliminar una serie de exenciones,
introducir un IVA federal de un 4 o 5%,
e introducir impuestos a la gasolina
similares a los existentes en los países europeos.
Pero los republicanos del Tea Party
rechazan toda solución que implique
un aumento de los impuestos tributarios.
Fueron precisamente
estas posiciones extremas
las que impidieron que se lograra
un "gran acuerdo" hace dos semanas.
Al final, los líderes de ambos partidos
sólo lograron una rebaja mínima del déficit
-900 billones en 10 años-,
y nombraron una comisión
de 12 miembros del Congreso
para definir, antes de fines de noviembre,
cómo reducir el déficit en otros 1.5 trillón.
El miércoles y jueves recién pasados,
tantos demócratas como republicanos
nombraron a los miembros
de la Comisión de Déficit,
que debe identificar el ajuste
de 1.5 trillón de dólares antes de diciembre.
Los nombres de estos miembros
sugieren que las discusiones serán a muerte
y que difícilmente se logrará un acuerdo.
Cuatro de los republicanos
han hecho una promesa solemne
de que nunca permitirán un alza de impuestos;
y cuatro de los demócratas han asegurado
que no permitirán recortes
en los programas sociales de salud y pensiones.
Todo esto indica que hay una alta probabilidad
de una nueva parálisis y una nueva crisis.
Ojalá me equivoque
y vuelvan a primar la razón y la cordura.
Pero para ello se requiere de grandes líderes,
los que, precisamente, no tenemos.
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